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Europa, 'mon amour'

Muchos españoles no acaban de tomarse en serio eso de Europa. Europa puede ser el viaje de novios a París, o la visita al Papa en Roma, o, para quien puede, las compras en Londres. Pero Europa sigue siendo algo alejado de nuestras vidas, un lugar adonde nuestros ministros y funcionarios van y vienen para resolver los problemas que la propia Europa nos crea. Algo así como un nuevo laberinto burocrático donde unos se llevan mal con otros, donde todos parecen mirarse con recelo, y donde, cuando hay que ponerse de acuerdo, hay que preguntar a Alemania o a Francia lo que se debe hacer. Ni la reforma de Maastricht dio aquí para mucho debate; ni en las últimas elecciones europeas se discutió nada que no pudiera discutirse sin saber idiomas; ni muchos saben qué se quiere decir al hablar de una Europa federal o de una Europa de dos velocidades. Mucha gente pasa de Europa en España, al igual que mucha prensa, muchas universidades y muchos otros foros cívicos Quien no puede pasar de Europa, ciertamente, es España.Frente a los enterados de siempre, para quienes todo el secreto está en saber pedir a Europa subvenciones y ventajas (y cuantas más mejor), hay quienes se esfuerzan en hacer valer, trabajosamente, que Europa es un mercado común que establece reglas, da instrucciones, fija preferencias y exige comportamientos coherentes con él. Estas reflexiones se oyen muchas veces como quien oye llover, sin que nadie se dé por aludido, y ¡qué gran error! Lo peor que le puede pasar a un mal caminante es no darse cuenta de que la fila se alarga y él se queda rezagado. Pero, acostumbrado como está a caminar solo en la historia, ¿qué más le da al caminante español si se queda atrás o si pierde el paso de la marcha? Sin embargo, no es lo mismo ir delante que ir detrás en el conjunto de los países europeos, llevar bien o mal el paso, merecer o no el respeto del grupo, contribuir al esfuerzo de todos o ir a remolque.

Hoy por hoy, la evolución internacional de los acontecimientos no ha hecho sino confirmar que las reformas económicas en Europa no pueden quedarse en medias tintas, sino que tienen que llegar hasta la estructura misma de los c5stes de producción y distribución de los bienes y servicios, si se ha de competir en un mercado mundial cada vez más activo. Al viejo consenso europeo sobre el Estado de bienestar, que hasta hace poco hizo prosperar la economía del continente, está empezando a suceder un nuevo consenso, el de la defensa de la competitividad amenazada. Las nuevas realidades económicas europeas han ido reduciendo el ámbito de las discrepancias políticas a los modos o a los plazos de ejecución de los, severos ajustes económicos requeridos por el mercado internacional, no a la inevitabilidad de los mismos. Nadie busca ya revoluciones, sino acuerdos sociales. Los análisis suelen ser coincidentes, y ni siquiera los sindicatos se cierran a la nueva situación: si no hay competitividad, no hay crecimiento; si no hay crecimiento, no hay empleo.

Nosotros, españoles, hemos dejado pasar demasiado tiempo sin afrontar algunos problemas básicos de nuestra economía. A sus graves deficiencias internas (que ponen claramente de relieve nuestras elevadas tasas de inflación y paro) vienen a sumarse las exigencias que desde Bruselas se nos imponen para participar en la Unión Económica y Monetaria. Sea cual fuere el plazo final de este magno. proyecto, sometido como ha estado a las vacilaciones derivadas de la dura recesión que acaba de sufrir Europa, el caso es que España no cumple los exigentes criterios de convergencia que la Unión Europea ha establecido para las economías de sus miembros, y, lo que es peor, no lleva visos de cumplirlos. La reducción de la inflación, de los tipos de interés, del déficit y de la deuda pública, junto con una política realista del tipo de cambio de 14 peseta, siguen constituyendo por ello, quiérase 1 o no, disciplina obligada para la economía española. Máxime cuando la mayoría de los ya 15 países de la Unión Europea -y no sólo los más grandes- sí que se están poniendo en condiciones de cumplir esos requisitos. No sería de recibo que España se resignara al estatuto de país de segunda división dentro del conjunto europeo. Ningún partido, ni Gobierno, ni fuerza social, ni nadie con ambición histórica, puede proponer un tal objetivo de marginación a los ciudadanos españoles.

Se mire donde se mire, nuestra incorporación a la Comunidad Europea nos obliga a muchos cambios de conducta social y económica. "Nosotros los españoles", decía Azaña, juzgando las relaciones de España y Europa en la historia reciente, "hemos tenido desde hace tiempo un extraño privilegio, que es el hacer una vida excéntrica y extravagante". Pues bien: ahora que por fin hemos abandonado la extravagancia y la excentricidad, habríamos de acomodarnos cuanto antes a las reglas de juego de nuestro continente. Aún no hace tanto tiempo, precisamente en 1975, apenas nadie podía imaginar que sólo 10 años después los españoles tendríamos en el bolsillo la llave del democrático y próspero club europeo. Pues tal parece hoy como si hubiésemos estado en él toda la vida, vista la desgana -cuando no hostilidad- con que muchos agentes y sectores hacen frente en nuestro país a las demandas de modernización social y económica que desde Europa nos llegan.

Aun que tampoco hay que exagerar lo negativo. España es una vieja civilización europea. "Español", insistía Azaña, "es una cualidad de europeo civilizado". Y España cuenta hoy con capas de población entrenadas para el gobierno, la economía, la administración pública, la empresa, la ciencia, etcétera, en términos comparables a muchos países europeos. Millares de jóvenes españoles se desplazan todos los años a esos países para estudiar y, aprender en ellos. Las condiciones de modernización de nuestra economía y nuestra sociedad, que Europa nos reclama con urgencia, tienen en España oídos para escucharlas y voluntades para atenderlas. El aislamiento español -noli foras ire-, que tan atroz ha resultado para nuestro pueblo, tiene ahora una definitiva oportunidad de romperse si nos decidimos a mirar a Europa como un estímulo para nuestra propia exigencia, y no como -una agencia de subvenciones o una fuente de incordios.

José Luis Yuste es letrado del Consejo de Estado

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