La ciudad diseminada
La ciudad ha significado la humanización del cosmos. Ha sido un milagro a hechura del hombre. Sus muros eran los confines de la libertad y circundaban la única comunidad sin resabio tribal. Su triunfo histórico logró imponer extramuros sus virtudes, civilizar el campo y extender a todos la ciudadanía. Hoy muchas ciudades agonizan como atroz consecuencia de su propio éxito.Debe haber ocurrido, en la evolución de nuestras ciudades, algún error fatal. Hemos confundido vastedad, grandiosidad y acumulación, con cosmopolitismo, progreso, poder y prestigio. Con chabacanería de plebeyos recién enriquecidos hemos seguido trastocándolos precisamente cuando el mero gran tamaño empieza a no hacer falta ya para las modernas economías de escala ni para la buena mezcla entre ciencia, enseñanza, cultura, movilidad social, mercado e industria que la ciudad proporcionaba. De ahí el desastre de nuestros suburbios, formados hoy no sólo por gentes de aluvión, sino también por nativos. La moderna plebe suburbana, abandonadas las barracas, se agolpa ahora (eso sí, bien ordenada) en torres verticales de ladrillo y cemento armado. Cada cual en su celdilla, llamada con despiadado realismo, apartamento.
En muchos lugares, desde Lima a la ciudad de México, pasando por Caracas -pero no sólo en Hispanoamérica- abunda aún y se amontona la choza urbana, formando un conjunto suburbial borroso. (Borroso, esto es, para quien no quiere ver su rica, aunque amarga, urdimbre humana). Es a menudo allí donde surgen movimientos populares de reconstrucción de la ciudadanía y donde mejor se oye la voz de quienes no aceptan la lógica destructiva de la ciudad desparramada y sin alma que ha venido a sustituir la de antaño, con su tamaño óptimo para tantos menesteres. Sus moradores quieren gestionarse a sí mismos. Ya no piden.
Nuestras ciudades europeas han conseguido mantener en buena medida su estructura tradicional: subsiste su núcleo cargado de símbolos, palacios gubernamentales y, financieros, sus templos, y su red de barrios mesocráticos (con islotes de gentes acomodadas, o gentes de mal vivir, o inmigrantes) rodeado de una desigual periferia suburbial. Sobre ella y sobre el centro degradado afluye aún la población foránea, para amontonarse primero, e integrarse a trancas y barrancas después, en el coloso urbano. Que en las partes más amables del ámbito periférico se constituyan colonias de privilegiados no estorba la imagen general que así surge.
Es una imagen algo errónea. Así, urbanizaciones satélites y Suburbios ricos aparte, la periferización de la pobreza, la delincuencia y, en general, la de las clases subordinadas, no es tan nítida como pueda parecer. Urbes hay, como Londres, en las que los costes interiores de la vivienda son tan elevados que han obligado a sucesivos Gobiernos a favorecer la construcción de pisos de renta baja con el fin de que las clases acomodadas tuvieran sus carteros, conductores de metro y autobús, mujeres de la limpieza y demás oficios de suma utilidad. Pero éstas no son políticas igualitarias, sino medidas para integrar y domesticar la desigualdad.
La espectacularidad de nuestros suburbios populares -los de Madrid son sensacionales, al elevarse en una meseta de desolada belleza, como un muro inmenso e inesperado- nos hace creer que nuestras ciudades poseen un orden concéntrico. Las autopistas de circunvalación y las vías radiales con las que las dotamos para descongestionarlas -que las congestionan más- refuerzan esa falsa impresión. Pero lo cierto es que vamos, velozmente, hacia otra cosa. Hacia un mundo reticular de ciudades unidas por medios de tránsito rápido para sus clases dirigentes. Hay ya otra movilidad, de lanzadera, también para sus clases medias y bajas, con su vaivén del dormitorio al trabajo, o de ambos a un campo de deterioro por la invasión residencial.
Todo ello podría fomentar a la postre una dispersión muy intensa del suburbio. Surgirían así ciudades suburbio -áreas de nueva centralidad- , que podrían representar también ámbitos de bienestar y buena conducta social en unos casos, de desmoralización y delincuencia, en otros. Lo cierto es que no hay indicios de que la segregación clasista urbana vaya a desaparecer, aunque a veces el suburbio no sea sinónimo, de subordinación ni marginación, sino de lo contrario. Los hay, como el Valle del Sílice californiano, donde la alta tecnología y sus servidores han encontrado un lugar privilegiado. Otros (tal la segunda corona suburbial de la conurbación barcelonesa) que son más bien una cadena de ciudades prósperas y núcleos de industria, servicios y zonas rurales. Algún observador ha empezado a hablar ya de futuras "ciudades sin suburbios". Mas es pronto para vaticinar el equilibrio social y la democratización de la ecología urbana.
La diseminación de la ciudad -de la ciudadanía, la civilización, el civismo: todas palabras con la misma noble raíz- a todo el conjunto de la sociedad fue uno de los grandes éxitos de nuestro pasado. El proceso contrario, el de la ciudad diseminada, invertebrada, cosmetizada por el diseño, pero tan hueca como sus aeropuertos, autovías, rascacielos, suburbios intercambiables y ciudadanos dóciles en su mediático estupor suburbano, no tiene perdón. Porque sabemos que tiene remedio y no tenemos todavía el temple de dárselo.
es sociólogo.
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