Izquierda coyuntural
No haría falta la lectura en la prensa de las recientes iniciativas (revistas, centros de estudios, seminarios, etcétera) puestas en marcha por sectores pensantes de carácter progresista en nuestro país para barruntar que la actual izquierda española vive momentos de auténtico ayuno ideológico. No me atrevo a hacer extensivo el veredicto a otros países por aquello de que siempre resulta conveniente el discreto silencio sobre lo que no se ha estudiado a fondo. Pero aquí, en nuestros lares, lo que en términos amplios podemos llamar la izquierda parece carecer de un norte programático bien definido. Y vaya por delante que no me refiero únicamente al partido socialista actualmente en el Gobierno, sino también a otros muchos sectores que dicen y predican ir más allá del PSOE.O mucho me equivoco o nuestra izquierda lleva decenios siendo únicamente una izquierda coyuntural. Durante lustros, la empresa de "hacer la oposición" al franquismo y posfranquismo resultaba suficiente para ir tirando y casi eximía a la izquierda de un cuerpo doctrinal y programático clara y seriamente definido. Diría más. El eslogan sustituía al rigor y la llamada a lo posteriormente evidenciado como imposible dejaba en un segundo plano el juicio sobre lo realmente posible. No hace falta compartir la idea canovista de la política como transacción y arte de lo posible para advertir que, en democracia, hay que contar siempre con un cierto grado de relativismo, que la tozuda realidad suele dejar en el camino gran parte de lo pregonado y que la tarea de gobierno, como ya apuntara Maquiavelo, acaba siendo mera técnica para obtener obediencia, apoyos y, en nuestros días, sumas de votos.
Nuestra izquierda se contentaba con vivir la coyuntura oponiéndose a ella. No andan muy lejos los gritos pidiendo la disolución de Ios cuerpos represivos", la autodeterminación para "todos los pueblos del Estado", el tan pregonado "cuerpo único de enseñantes" (esto, por cierto, bastante cercano en la agonizante universidad que padecemos), la "República federal" y un amplio elenco de otras demandas. A la "lucha contra el franquismo", en la que acaso únicamente hubiera sido suficiente contraponer la conquista de la democracia, se sumó de todo. Luego, cuando el régimen anterior se extinguió sin ruptura y tanto políticos como ciudadanos corrientes tomaron conciencia de que aquí y ahora, no se podía ni quería "ir más allá", porque, de entrar en ello, todo se vendría abajo; surgió la clara evidencia que todavía persiste. Nuestro país, y por ende nuestro electorado, parece conformarse (y la palabra no es neutra) con una opción de centro-izquierda yotra de centro-derecha. Así viene ocurriendo desde las primeras elecciones generales, como en otros estudios he descrito con minuciosidad que ahora ahorro. Y, por supuesto, sin olvidarnos de posiciones más radicales, en un lado y en otro, que no parecen contar con el apoyo suficiente de la ciudadanía. O, a mejor decir, que si puede que comiencen a incrementar ese apoyo es, precisamente, por lo diluido, impreciso y coyuntural del discurso de nuestro centro-izquierda.
Si afirmo que a la derecha le han ido mejor las cosas es sencillamente porque su discurso ha sido siempre más simple y menos voluble. Propiedad privada, privatización, familia, orden público, seguridad. Algo que estaba ya en la derecha tradicional de Balmes, Donoso, Cánovas o Fraga. En realidad, a esa derecha, al modernizarse, no se le pedía nada más que una cosa: que aceptara las urnas. Que no era poco, pasado lo pasado. Si así ocurría, su camino estaba mucho más trillado. El problema que hoy nos ocupa es el de la izquierda. O, si se quiere, lo que hemos dado en llamar, casi vergonzantemente, Ia izquierda moderada".
Y aquí es donde, desaparecida la coyuntura, se pierde el norte. Y ello aunque se aprovechen o se pongan sobre el tapete nuevos puntos de oposición igualmente coyunturales: los llamados "reinos de taifas" de los catedráticos, el llamado imperio de la judicatura, la acusada "prepotencia" de la clase médica, etcétera. El castizo diría que se confunde el culo con las témporas, y todo ello para "ir tirando". Para tener algo cercano que combatir, tanto más cuanto, en el actual Estado de las autonomías, hasta lo de la rabieta contra el "centralismo madrileño" parece que ya no cuela. Acaso porque hemos llenado la geografía patria de "madrides" igual o más centralistas.
No es algo ajeno a esta situación la, al parecer, progresiva consolidación, en las democracias asentadas, de la tendencia hacia los partidos que Kirchheimer definiera como catch-all-party o partidos "de todo el mundo". Partidos que tienden a cogerlo todo en los procesos electorales. Hay una cierta renuncia a los presupuestos ideológicos, la clientela electoral es potencialmente toda la nación y lo que se vota en realidad es un candidato que encabece el Gobierno y un programa que tienda a solventar problemas concretos. En la medida en que así parece ser, se impone la necesidad de ofertas para todos y para dichos problemas concretos (pensiones, sanidad, empleo, acceso a la educación, etcétera).
Pero si esto parece evidente y si en nuestro país esta tendencia puede estar dándose a ritmo acelerado, no resulta menos cierto que las soluciones que a esas demandas concretas se ofrecen suelen derivarse, para ser fiables y convertirse en cumplimientos concretos, de un cierto cuerpo doctrinal previo. De una cierta y previa opción ideológica. A ninguno de los posibles reclamos dará igual solución la derecha y la izquierda, por muy cacareado que ande el tema, en sí no exento de ideología, del llamado final de las ideologías. Algo sobre lo que desde el clásico libro de Daniel Bell hasta los recientes escritos tras la crisis del comunismo. se viene hablando con inútil insistencia, sin olvidar la hispánica aportación de Fernández de la Mora en forma de "crepúsculo" y en años que así interesaba para consolidar la ideología más evidente: la del capitalismo tecnocrático de la sociedad de consumo. No caigamos en la ingenuidad.
O mucho me equivoco, y sin ánimo de proporcionar recetas, o nuestra izquierda gobernante está abandonando demasiado pronto dos postulados que debieran ser objeto de seria meditación. Las enormes posibilidades que todavía se ofrecen en nuestro país a la socialdemocracia y el sugestivo edificio del llamado Estado de bienestar. Lo primero, en tanto que honesto correctivo de una economía libre de mercado sin, más ley que la de la cruel competitividad, es, a la postre, lo único que le queda a la izquierda socialista, tras la generalizada renuncia al marxismo. Y no han sido escasos los logros que gran parte de los países europeos deben a las opciones socialdemócratas. Lo segundo, el ahora denunciado declive del Estado de bienestar, resulta, entre nosotros, sencillamente un penoso sarcasmo. Ante todo, sostengo que aquí lo que ha habido es únicamente un "Estado del ir tirando": lo del generalizado bienestar está por conocer. Renunciaríamos a algo que nunca hemos tenido. Pero, además, ocurren dos circunstancias añadidas. Por un lado, renunciar a dicha forma de Estado (por lo demás, implícita en el titulado Estado Social y Democrático que nuestra Constitución abraza) es dejar el camino libre a otra opción ya ocupada y defendida por la derecha: privatización, libre concurrencia y regreso al papel de mero espectador que se pregona para el Estado. Para ese viaje no hacen falta alforjas. Y el centro-izquierda tiene que ser algo más que mero "social-liberalismo".
La segunda circunstancia de dicha renuncia roza el cinismo. España sigue siendo un país con escisiones o cleavages de muy diversa índole: ricos y pobres, parados y con empleo, poca cultura y demasiada mediocridad en todo, alguna solidaridad y abundante discriminación, y, por supuesto, integración o desintegración a nivel de Estado, aunque la invertebración de Ortega se venga a disfrazar con otras palabras. ¿Cabe, en este tipo de sociedad en el que acaso la única escisión tradicional mitigada sea el problema religioso, un Estado que se cruce de brazos y deje hacer y pasar? Se puede preguntar uno si esos y otros muchos problemas quedarían resueltos por la mera competitividad, o si, como los economistas señalaron hace años, el capital llama al capital y los círculos de riqueza y pobreza tenderán a incrementarse ante la pasividad estatal.
Mal comienzo si nuestro centro-izquierda renuncia a los dos supuestos citados. Y si, por contra, se empeña en mantener uyi igualitarismo demagógico aquí y acullá, que nada solventa a nivel real y todo lo complica a nivel funcional. Distinguir entre lo principal y lo accesorio, entre el sustrato que da vida a una opción y la mantiene vigente y lo meramente coyuntural, o populista, debe ser empresa urgente en nuestro debate sobre la izquierda únicamente con las ideas claras, por mucho que de componenda tenga luego la política cotidiana, recuperará la izquierda la ilusión de progreso y abandonará la larga tradición hispana de falsas revoluciones que acaban en el cambio de los nombres de las calles o en la "recuperación" de identidades fenecidas con el paso de la ejemplar maestra que suele ser la historia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.