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GUERRA EN EL CÁUCASO

Un volcán que jamás se apagó

El comunismo no calmó los conflictos étnicos y territoriales en el Cáucaso, avivados tras romperse la URSS

El Cáucaso, que históricamente ha tenido primordial importancia estratégica para el Kremlin, se ha convertido en un permanente foco de inestabilidad, en un polvorín que ha sufrido ya numerosas explosiones -la última se vive estos días en Chechenia- y que amenaza con nuevos estallidos que pueden traer funestas consecuencias para Rusia.Los rusos, que comenzaron la colonización del Cáucaso en el siglo XVIII, perdieron con la disolución de la URSS la parte sur, denominada Transcaucasia. Fue precisamente en esta zona, en el Alto Karabaj, donde estalló el primer conflicto interétnico en 1988, que degeneró en una sangrienta guerra entre armenios y azerbaiyanos. Desde entonces, la inestabilidad se ha apoderado de los países de la zona. Azerbaiyán ha perdido una quinta parte de su territorio, y el conflicto con los armenios del Alto Karabaj ha traído una gran inestabilidad política: en los últimos tres años, el país ha visto sucederse tres presidentes -sin contar los interinos- y ha sufrido numerosos intentos de golpe de Estado.

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Georgia ha corrido incluso peor suerte: vivió una guerra civil que terminó con el derrocamiento del primer y único presidente democráticamente elegido -Zviad Gamsajurdia-, y dos guerras con las autonomías étnicas que existían en el país; primero con Osetia del Sur y después con Abjazia. Como resultado, Tbilisi ha perdido ambas, y sólo formalmente controla Adzharia, la única república autónoma creada en base a un principio religioso y no étnico: la habitan georgianos, pero a diferencia de la mayoría de este pueblo, los adzharos no son cristianos ortodoxos, sino musulmanes suníes. Sólo Armenia ha permanecido relativamente estable, pero las consecuencias de la guerra del Alto Karabaj la han sumido en una grave crisis económica.

Rusia hace esfuerzos por mantener su influencia, y con los dos últimos países citados -cristianos en una zona de expansión musulmana- ha firmado acuerdos para tener bases militares.

Las siete décadas de comunismo no terminaron con los conflictos interétnicos de la región, sino que los mantuvieron en forma latente, y a la primera oportunidad, con el debilitamiento del poder central, afloraron. Y pronto llegaron al interior de Rusia, al Cáucaso del Norte. Esta zona es un verdadero mosaico, de pueblos, muchos de ellos antagónicos entre sí, y la mayoría, si no hostiles, sí al menos recelosos de la política de Moscú y de los rusos en general.

Los problemas principales que se le planteaban al Kremlin después de la desintegración de la URSS eran evitar que las tensiones existentes en la zona degenerasen en conflictos armados, impedir que fuerzas geopolíticas ajenas -Turquía, Irán, Azerbaiyán o Arabia Saudí- extendieran a esta zona su influencia política y económica, evitar que la población rusa fuera desplazada de las repúblicas del Cáucaso del Norte y asegurar en éstas el triunfo de dirigentes de orientación favorable a Rusia.

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El conflicto osetio-ingush, que estalló en otoño de 1992, constituyó la primera explosión sangrienta del polvorín caucásico ruso. Moscú entonces tomó partido de hecho por Osetia del Norte -república cristiana en un entorno musulmán-, y decenas de miles de ingushes fueron expulsados del territorio en disputa, que quedó bajo control osetio.

Nada tiene de extraño entoces que los ingushes -reprimidos en 1944 y deportados a Siberia y Kazajstán, a diferencia de los osetios- desconfíen de Moscú y que hayan tratado por todos los medios a su alcance de impedir que las tropas rusas pasaran por su territorio para aplastar a los chechenos, pueblo hermano tanto étnica como religiosamente, con quien hasta hace poco formaban una sola república.

La segunda explosión -mucho más terrible- continúa hoy. Es posible que los rusos estén deseando lograr el mismo objetivo que el general Alexéi Yermólov intentó conseguir hace más de un siglo arrasando el poblado de Ullu-Aya y sus 800 casas: Había que destruirlo para que quedase "como monumento de castigo a un pueblo orgulloso que nunca antes había sido sometido y como advertencia a los otros pueblos a los que sólo ejemplos de horror pueden ponerles freno".

El horror de los bombardeos de la capital chechena probablemente habrá causado un profundo impacto en organizaciones separatistas como la Confederación de los Pueblos Montañeses del Cáucaso, pero seguramente también les habrá asombrado la admirable capacidad de resistencia de los chechenos. En todo caso, incluso si se admite que después de la guerra en Cheche nia habrá pocos que querrán aventurarse por el camino secesionista, ello no significa que se haya garantizado la estabilidad en este Cáucaso tan difícil de controlar.

El problema es que son muchos los problemas étnicos y territoriales que han quedado como herencia de la política soviética con respecto a las nacionalidades de la zona.

El conflicto osetio-ingush, aún no solucionado, no es el único de este género. Hay también potenciales problemas étnico-territoriales entre las repúblicas de Chechenia y Daguestán, debido a que después del restablecimiento de la autonomía chechena, en 1957, ésta no se extendió a dos distritos daguestanos habitados por chechenos.

El mismo Daguestán, con sus decenas de nacionalidades, es un polvorín dentro del gran polvorín del Cáucaso, y en el momento menos esperado la sangre puede correr en esta república.

No sólo se trata de las tensiones existentes entre los chechenos, por una parte, y los laks y avar que después de la deportación de los primeros ocuparon las tierras que quedaron libres (en la zona de Novolákskoye y Dilim).

También existe, el problema de los kumikos, un pueblo túrquico que habita en seis distritos daguestanos y que, bajo la influencia del movimiento nacional Tenglik, plantea crear la República Kumik, lo que despierta la hostilidad de los otros pueblos autóctonos. que viven en Daguestán.

El movimiento Birlik, por su parte, pide el establecimiento de una autonomía nogay -otro pueblo túrquico del Cáucaso-, formada por los distritos Nogay de Daguestán, Shólkovskaya de Chechenia y Neftekumsk de Stavropol.

Otro grave problema es el de los lezguinos, pueblo que se halla dividido entre Daguestán y Azerbaiyán. La creación de una frontera estatal entre esta última república y Rusia está sembrando el descontento entre los lezguinos, lo que puede hacer estallar un nuevo conflicto armado que podría ser el detonador para hacer explotar todo Daguestán y crear nuevos problemas al régimen de Bakú.

Además, Adigueya puede presentar pretensiones territoriales a Stavropol; y Kabardia-Balkaria, a Osetia del Norte y a Ingushetia. Las tirantes relaciones entre kabardos y balkarios -el primero, pueblo caucásico no reprimido por Stalin, y el segundo, pueblo túrquico que sufrió la deportación- puede conducir a la separación de Kabardia y Balkaria e incluso a enfrentamientos. El mismo peligro se cierne sobre Karachai-Cherkesia.

Por último, está el problema de los pueblos autóctonos del Cáucaso con los rusos, particularmente con los cosacos, que históricamente fueron quienes colonizaron estas tierras. Los cosacos, que en el siglo XVII se convirtieron en una casta militar utilizada por el zarismo para defender las fronteras imperiales, hoy desean reavivar su antigua tradición militar.

En esto han encontrado el apoyo de Moscú, lo que ha despertado un inmenso recelo en los pueblos caucásicos. Algunas organizaciones se plantean como objetivo República Cosaca en las provincias de Krasnodar, Rostov y Stavropol, e incluso con parte de Chechenia y Karachai-Cherkesia.

El desafío que afronta Rusia para impedir que el polvorín del Cáucaso siga explotando es grande. Para hacer valer sus intereses, casi no tiene opciones: la vieja táctica zarista de aprovechar las contradicciones entre los diferentes pueblos que integraban el imperio compaginándola con una fuerte presencia militar condujo a la caída de la autocracia en Rusia, mientras que la "familia de pueblos" preconizada por Moscú en la era soviética, también acompañada de cruentas represiones, culminó con el derrumbamiento de la Unión Soviética.

La guerra sangrienta que ha estallado en Chechenia muestra que el Kremlin, personificado en el presidente Borís Yeltsin, no ha emprendido la búsqueda de nuevos caminos para conservar la integridad de la Federación Rusa, una contradictoria amalgama de pueblos que ha sobrevivido a la caída de dos imperios, pero que, de no hallarse los mecanismos políticos y económicos que sustenten su vilabilidad, se halla bajo la amenaza de correr la misma suerte que la Rusia zarista y la Unión Soviética.

Todo este laberinto, de conflicto es el contexto de esa extraña guerra que se libra en una tierra de la que casi nadie había oído hablar hace apenas unos meses: Chechenia.

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