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Ángeles entre rejas

Hasta hace unos dos siglos, las castizos madrileños, incontinentes en el uso de la metáfora, decían "ir a dormir bajo el ángel" por "ir a la cárcel". El citado ángel estaba, y sigue estando, encaramado sobre el palacio de Santa Cruz, que, antes de ser Ministerio de Ultramar y más tarde de Asuntos Exteriores, fue Cárcel de Corte, siendo el notable edificio ideado para tan edificante utilización por el rey Felipe IV, hombre de gusto que trató de compensar con una elegante traza exterior; un interior inevitablemente sórdido. Firmó la obra el arquitecto Juan Bautista Crescenci, marqués de la Torre, y puso en ella todo su arte, quizá con la idea de que en aquella mansión habrían de pernoctar forzosamente muchos dé sus colegas, no tanto de la arquitectura como de la aristocracia, al ser considerada, como cárcel de nobles.De las prisiones madrileñas de su época (1655) escribió el viajero francés Antoine Brunel: "En esta ciudad no hay casas más bellas que las cárceles, pero no hay ninguna en la que tenga menos ganas de vivir". Tras alabar la ergonomía de los barrotes de sus ventanas, "que parecen haber sido colocados tanto por razones ornamentales como de seguridad", el curioso viajero confiesa que al llegar a la ciudad pensó que se trataba "de la residencia de un grande de España". Afirmación no muy descaminada pues en muy diversos momentos de nuestra siempre ajetreada historia allí residieron tanto grandes, como pequeños, contándose entre sus inquilinos más célebres Salustiano Olózaga, protagonista de una fuga rocambolesca; el general Riego, que saldría de. ella camino del cercano patíbulo, y el mismísimo Luis Candelas, que partió por la misma senda.

Al menos en el aspecto arquitectónico hubo de tener también su mérito, la cárcel del Saladero, que sus tituyó a la de Santa Cruz, cuya estructura original corrió a cargó de Ventura Rodríguez, aunque quizá la más aristocrática y noble de todas fue que le tocó en desgracia al seductor Giacomo Casanova, que pasó una noche a cuenta del rey Carlos III en el palacio del Buen Retiro, temporalmente utilizado como prisión. No fue precisamente palaciego el trato que recibió el megalómano caballero veneciano, cuyos ardides como promotor de empresas y negocios hubieran, sin duda, merecido el aplauso de los grandes de la ingeniería financiera, antes de que sus manos estuviesen cargadas de grilletes.

Aunque no crea en las virtudes rehabilitadoras de las cárceles, sino más bien en todo lo contrario, he de reconocer que de ellas han salido grandes obras teológicas, literarias, filosóficas y políticas, habiendo servido sus celdas como aulas, escuelas en las que, a través de la privación y el sufrimiento, se han forjado grandes hombres y grandes temples. No hay que recurrir a Cervantes, ni a Casanova, ni a Oscar Wilde, ni siquiera al Conde de Montecristo para corroborarlo. De la cárcel de Carabanchel, en tiempos de la resistencia antifranquista, salió el economista comunista Ramón Tamames convertido en novelista de tomo y lomo. El tomo, escrito en un tiempo récord, se llamaba Historia de Elio y obtuvo inmediatamente un prestigioso y controvertido premio literario. Era una obra de política ficción, una alucinada, casi psicodélica ficción, en la que el general Franco abandonaba voluntariamente el poder para entregárselo por las buenas al bueno de Elio, personaje en el que muchos lectores veían un trasunto del autor, un autor sin duda perturbado aquellos días por las duras condiciones de la cárcel. En un periodo aún más breve de reclusión, el bailarín. Antonio, acusado de blasfemia (sic), tuvo tiempo para escribir unas dramáticas impresiones carcelarias en las que se quejaba de no haber podido degustar, en el aislamiento de su celda, una lata de caviar que le habían llevado unos amigos, al negarse sus crueles carceleros a proveerle de pan tostado, mantequilla y medio limón.

Espero que no tardemos mucho en conocer similares testimonios literarios de manos de esta nueva hornada de reclusos de élite que honran con su presencia nuestras modernas cárceles. De momento, tranquiliza saber que se van aclimatando al encierro y sacándole partido a los sencillos e inofensivos entretenimientos de la vida carcelaria. Lejos del mundanal contubernio financiero, sin estrés y sin preocupaciones, algunos de ellos gozan de una nueva y casi idílica vida como jugadores de parchís o de mus, dos juegos, uno de codicia y otro de envite y de farol para los que sin duda están enormemente capacitados. Espero por su bien que hayan perdido la costumbre de hacer señas falsas y otros trucos propios de su anterior oficio que podrían no estar bien vistos en su nuevo ambiente. Me conmueve, además, que se dediquen a dar clases a sus compañeros de encierro, siempre que no les enseñen sus taimadas artimañas de tahúres financieros.

León Trotski, que fue huésped por un día de la cárcel Modelo de Madrid, en 1916, apunta en sus memorias que existían en aquel presidio celdas de pago que costaban 1,50 pesetas al día y gratuitas, al precio de 75 céntimos. Aunque hayan desaparecido las tarifas, sigue habiendo en las cárceles españolas presos de privilegio y presos del montón, hacinados, revueltos y tan marginados, o más, dentro del talego como lo estaban fuera. Creo con Oscar Wilde que si es así como el Estado trata a sus prisioneros no merecía tener ninguno, aunque el mal trato afecte a unos más que a otros. No creo que su estancia en tan incómodos lugares lleve a estos presos nobles a solidarizarse con sus más desafortunados compañeros de infortunio. Pienso más bien que, cuando salgan del talego, quizá dediquen sus esfuerzos empresariales a la promoción, construcción y venta de nuevas cárceles de diseño, un negocio que hace furor en los Estados Unidos de América y que ellos emprenderían con la agresividad comercial que les caracteriza y con suficiente conocimiento de causa.

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