Valles de Ieyenda
No parecen muy legendarios los tiempos que corren ni tampoco demasiado propicios a que la memoria contribuya a iluminarlos. Los tiempos que corren sostienen esta realidad maltrecha llena de urgencias y precariedades y nos conducen sin demasiadas contemplaciones al cercano fin de siglo, donde a lo mejor podemos comenzar a asomar cabeza o, por lo menos, a aliviar nuestras perplejidades. La conciencia de que algo termina y algo nuevo no acaba de comenzar nos mantiene en el término medio de un dilema suficiente para quitarnos el sueño. Dicen que los fines de siglo son así de azarosos y que las zozobras tienen además, en este caso, el aliciente crucial de la liquidación del milenio. Entre lo que llevamos visto y lo que nos, queda por ver hay entretenimiento suficiente, porque todos los fantasmas resucitan a la vuelta de la esquina y los predicadores no necesitan púlpitos ni sotanas.
Resulta curioso recabar algo de la memoria personal, aunque no sea ésta muy larga, para hacer una particular medida de estos tiempos que corren y constatar cuánto hemos perdido en tan poco, qué terrible distancia recorrida en- casi nada hacia el olvido de tantas cosas.
Supongo que quienes además alimentamos la infancia en el entorno de alguna vieja cultura rural tenemos más irremediablemente extraviado el destino de lo que fuimos, porque eso de las culturas rurales. pertenece a un pasado que cada día parece mucho más remoto que el que pudimos vivir.
En estos tiempos tan poco legendarios que corren, desde el periscopio de una experiencia de la vida no muy extensa, ha visto uno desaparecer lo que quedaba de aquella cultura rural, soplando sobre ella, ahora mismo, el viento de la liquidación por derribo. Y también, con paralela inquina, la liquidación por derribó de otras industrias posteriores, de otras laboriosas. empresas también supeditadas a eso que se llamaba la riqueza de la tierra. Entre la ganadería, la agricultura y la minería las gentes de los valles de mi infancia compaginaron su economía y su supervivencia hasta el límite de lo que ahora empieza a ser imposible.
Esos valles, tan fáciles de emparentar en cuanto a su destino a tantos otros de nuestro país, atados también al destino europeo que a todos nos concierne y que no acaba a despejar las más urgentes perplejidades, arriban a estos tiempos dueños de su pasado, del esplendor legendario del mismo, con un esquilmado presente, del que nadie puede borrar cierta sensación de injusticia y despojo, y con un futuro tan problemático como incierto. Mientras la modernidad se instaura festejada en las madrigueras urbanas, el olvido consuma poco a poco la distancia de aquellos territorios a los que se les liquida el presente obstruyendo el futuro. Porque por poco pesimista que se sea, hay que convenir que el futuro es muy difícil sin presente o que, por lo menos, el futuro es siempre ese plazo incierto en el que el tiempo encuentra su mayor abstracción.
El único patrimonio de mis valles, afrontadas estás vicisitudes desde la derrota que el olvido impone, está en el pasado, entendiendo ese pasado en lo que pervive en la geografía y la memoria, mientras la geografía pueda preservarse tras rendir el tributo industrial de unas explotaciones carboníferas que la modificaron, y la memoria cuente con algún que otro animoso valedor en estos tiempos tan cruelmente desmemoriados.
¿Y qué puede generar ese pasado para ayudar a la supervivencia? Las modestas posibilidades, echándole imaginación. y sabiduría, se relacionan con la gastronomía, la artesanía, el turismo, las llamadas industrias del ocio, que, por lo que se cuenta, tienen todavía un porvenir bastante inédito. A la belleza, muy inédita por cierto, de esos valles la avala esa aureola legendaria de la que son dueños. Hay en ellos mucho que ver y que contar, muchísimas fascinaciones ocultas, pero, como digo, todas manan del pasado.
Alfonso Reyes caracterizaba la leyenda diciendo que suele revelar un vínculo histórico, creciendo entonces como derivación de las vidas reales, o un vínculo geográfico, derivando entonces hacia la explicación mítica de los nombres de lugares, poblaciones y hasta de los accidentes geográficas y la fisonomía de un paisaje. La leyenda preserva la memoria, tamiza el pasado con el prestigio de la narración que enaltece su destino para intentar inmortalizarlo y ayuda a la ejemplaridad de su recuerdo. Corren tiempos poco legendarios y el aliciente mítico de los muy legendarios que corrieron a lo mejor todavía nos sirve para pacificar el espíritu. Ese patrimonio viene de la historia y de la geografía, es uno de los legados de la antigüedad.
Es muy dificil no sorprenderse de esta paradoja que nos lleva a pensar que el futuro está en el pasado, en la herencia de lo poco que queda tras tantos despojos y liquidaciones por derribo, y que es a ese pasado al que hay que agarrarse porque no existen más opciones. Los valles de mi infancia parece que van a pervivir, si todo va bien, como parques de la antigüedad, con la remota hermosura que preservaron, buscando un equilibrio demográfico modesto.
La leyenda vendrá a nombrarlos otra vez, la leyenda. que está en el sustrato de su imaginación y de su memoria: la de la libertad de su Carta Puebla en Laciana, la de sus pastores en Babia, la de la resistencia contra el oprobio feudal en Omaña, la de Bernardo del Carpio en Luna, la de don Ares en Ordás...
¿Todo esto será cierto o acabará resultando un puro cuento en vez de una leyenda dorada ... ?
es escritor.
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