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Sigue el atasco

Apenas hace un mes que el alcalde Álvarez del Manzano anunció severas medidas para acabar con las dobles filas de automóviles, causa principal de que Madrid padezca un caos circulatorio permanente, y no han tenido ningún efecto. A este hombre se le ha ido la ciudad de las manos. A lo mejor es cuestión de incompetencia.Los coches continúan estacionados en segunda fila (a veces, hasta en tercera y en cuarta fila), con lo cual las discretas calles e incluso los anchos paseos de Madrid quedan reducidos a pasadizos angostos, y sus cruces, en barreras infranqueables. Aquellas calles donde hay comercios permanecen invadidas por los vehículos de los propietarios de las tiendas y sus proveedores, y si se trata de restaurantes con cierto tono o bares de copas, los porteros de estos establecimientos, elevados a la categoría de guardia pretoriana -llámanlos asimismo gorilas, o al menos ese aspecto tienen algunos de ellos- dan todas las facilidades para que sus clientes infrinjan las normas de tráfico y conviertan esas calles, con sus aledaños, en un desordenado aparcamiento.

El servicio que prestan estos porteros con hechuras de gorilas -y con no menor motivo los señoritos irresponsables a quienes dan servicio- debería ser perseguible de oficio: en cuanto aparece el parroquiano le toman las llaves del coche, lo conducen adonde quepa (que es ningún sitio: en medio de la calzada, cual si fuera una mosca) y sólo lo mueven si bloquea otro de los coches entregado a su albedrío y el propietario pretende marcharse con viento fresco.

La vecindad, mientras tanto, no tiene sitio donde aparcar, ha de dar innumerables vueltas a la barriada buscando un hueco y, naturalmente, franquear cada vez esa artera angostura dominada por los gorilas disfrazados de porteros. Y ¡ay si les dicen algo, da igual que sea una simple observación! Lo más probable será que se encuentren con la respuesta que cabe suponer en un gorila prepotente, muy pagado de su autoridad sólo porque le han puesto una gorra y le dan propinas.

No es materia reservada, secreto de Estado, ni siquiera actividad subrepticia: todo el mundo ve, y sabe, qué restaurantes y bares son ésos, y el cometido de la guardia pretoriana. Luego la Policía Municipal ha de estar enterada también, y con el respetable cuerpo, su jefe máximo, el señor alcalde. Y, sin embargo, todo sigue igual, desde muchos Años atrás los restaurantes y los bares; los clientes irresponsables que dan propina; los agorilados porteros que la reciben; las dobles, triples y hasta cuádruples filas; los atascos; el gran barullo en el lugar de autos (con perdón) y calle adelante hasta sus confines; el sufrido vecindario, el cuerpo respetable, que se llama andana; el alcalde, que está en Babia y se le ha ido la ciudad de las manos.

Los madrileños no tienen por qué aguantar hora a hora, día a día, todos los días de su vida, este tráfico caótico, como si se tratara de una maldición bíblica.

Aunque -si bien se mira- la verdadera maldición bíblica parecen los alcaldes de Madrid. No todos, claro está: Agustín Rodríguez Sahagún (que en paz descanse) fue un alcalde excelente.

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