Mario Conde o el vuelo de Ícaro
Engalanado con la toga y la muceta, el pelo -como siempre- engominado y brillante, el rostro pulcro y rocoso, las manos juntas y los dedos corazón apoyados en los labios como meditando, el gesto serio... A su alrededor, la crema del mundo de las finanzas, algún político, el rector Villapalos y el Rey. La imagen quedó grabada para la posterioridad, muy a pesar de muchos. En su honor oyó el Gaudeamus y el Laudatio. Era el 9 de junio de 1993 y Mario Conde era investido doctor honoris causa por la Universidad Complutense. Un galardón que normalmente ha estado reservado a investigadores y científicos, pero que en los últimos tiempos ha estado muy visitado por otra casta, la de los banqueros.Para Mario Conde, aquella distinción era un paso más hacia la gloria. En los cinco años que llevaba al frente de Banesto, este hombre que entonces tenía 44 años ya había demostrado que le interesaba más fomentar su imagen que los depósitos del banco. Tal vez para preparar un salto a la política que, con la boca pequeña, siempre negó. Pero en su interior más profundo parecía latir un deseo irrefrenable de erigirse en el salvador de la patria y, sobre todo, de la derecha española. Por algo no perdía oportunidad para proponer medidas de política económica o de enmendar la plana al ministro de Economía, Carlos Solchaga, con el que nunca tuvo buenas relaciones. Sí las tuvo con otros miembros del Gobierno.
Él, en esos momentos, flotaba en el triunfo. Se había convertido en uno de esos héroes de nuestro tiempo. Un modelo sacado de La hoguera de las vanidades de Tom Wolfe para el que hacer dinero era tan fácil como respirar ("ganar dinero no me parece inmoral", solía decir). La cuestión es cómo lo ganaba, aunque diera lecciones de ética. Creía que podía ser un mito y se empeñó en ello ("no tengo la culpa de ser un mito"). Se sintió imprescindible y así creció. Poco importaba que detrás tuviera cientos de miles de accionistas y depositantes -los de Banesto- que, salvo contadas excepciones, prácticamente bebían sus vientos.
Para ellos, Conde se había convertido en una especie de salvador tras haber ganado una apasionante batalla contra la OPA del Banco Bilbao, lo que le permitió hacerse con todo el poder en Banesto con sólo 39 años. Tras ese episodio, destrozó a los representantes de las familias tradicionales del banco que se le opusieron (Garnica, Argüelles, Herrera...) y se benefició de las que le respaldaron (Gómez-Acebo, Figaredo, De la Mora...); llamó a su guardia pretoriana (Lasarte, Romaní, Garro, Núñez-Villaveirán...), y se rodeó, además, de algunas personas próximas al poder socialista (Belloso, Torrero, Beato...). Con esos mimbres, urdió un banco a su medida. Lo de menos era si eran expertos en banca o no. Lo que él realmente perseguía era tener gente fiel a su sistema y, por si acaso, conectados al poder.
Con la ascensión de Conde se instauró en la sociedad la denominada cultura del pelotazo basada en el dinero fácil y en la ingeniería financiera, que Conde, junto a otro financiero que también está en prisión -Javier de la Rosa-, tan fervientemente ha personificado. Y para conseguir dinero fácil, el ex banquero y los suyos pusieron toda su inteligencia en elaborar las operaciones más difíciles.
La preocupación por su imagen y por su futuro le provocó una obsesión: los medios de comunicación. Compró -el banco, se entiende- el 25% de Antena 3 TV y financió la compra de otro 30%; también financió el 15% de Tele 5, tomó un paquete de El Mundo; estuvo detrás de El independiente y también entró en Época.
El doctor honoris causa nació el 14 de septiembre de 1948 en Tuy (Pontevedra), donde su padre trabajaba como agente de aduanas. Estudió con los maristas y en 1966 inició la carrera de Derecho en la Universidad de Deusto, donde no tardó en despuntar y en convertirse en cabecilla de un grupo de estudiantes entre los que estaba Enrique Lasarte -hijo del entonces alcalde de San Sebastián y que ponía su 600 para las correrías-, Ramiro Núñez, José María Rodríguez Colorado, Fernando Almansa... muchos de los cuales se incorporarían a su equipo bancario y se encuentran entre los querellados. En aquellos años, como cuenta en su libro El Sistema mostró serias discrepancias con los movimientos antifranquistas "aunque desde un convencimiento democrático" (Conde dixit). Conde se hizo abogado del Estado con el número uno de su promoción. Era 1973 y tres meses después de superar esas oposiciones se casó con Lourdes Arroyo, hija de un constructor madrileño con la que ha tenido dos hijos (varón y hembra). En 1975 se incorporó a la Dirección General de lo Contencioso del Estado, donde conoció a Arturo Romaní, al que ahora tendrá de vecino en la prisión de Alcalá-Meco.
Mario Conde irrumpió en el sector financiero con los bolsillos llenos. Corría el año 1987 y este hombre, parapetado tras Juan Abelló -un rico de familia, presidente de la farmacéutica Abelló- acababa de dar el golpe de su vida vendiendo la empresa Antibióticos, que poco antes habían conseguido controlar, al grupo italiano Montedison por 58.000 millones. Ese pelotazo le permitió entrar a marchamartillo en el capital de Banesto, en cuyo consejo se sentaba el 28 de octubre de ese año y que presidía dos meses después con sólo 39 años. Banesto era el lugar apropiado para cumplir sus propósitos (consejo enfrentado, gestión débil, accionistas dóciles), pero tenía un problema, Mariano Rubio, a la sazón gobernador del Banco de España, que controlaba el banco de la mano de José María López de Letona y con quien tendría serios enfrentamientos posteriormente. Por eso, aplaudió sin disimularlo el nombramiento como gobernador de Luis Ángel Rojo, el hombre que se convertiría en su bestia negra al destituirle de la presidencia en Banesto el 28 de diciembre del año pasado.
El resto de los banqueros, los tradicionales, poco dados a admitir espontáneos, le consideraron un advenedizo y difícilmente ocultar su satisfacción cuando llegaron los fracasos: fusión con el Central, salida a Bolsa de la Corporación e intervención del banco el 28 de diciembre de 1993.
Conde ha ido perdiendo amigos con la misma facilidad con que los hacía. Abelló le abandonó muy pronto. Alguno de los consejeros que le habían arropado comenzaron a discrepar en los últimos años, mientras él trataba de buscar alianzas para salvar la cuenta de resultados del banco y el dividendo. Ahora reconocen, dicen, que estuvieron engañados mientas el ex banquero se enriquecía.
Pocos de los consejeros podían suponer la bola de nieve que iba creciendo sobre el jefe. Aquel hombre, que quiso hacer de Banesto más que un banco y que se acostumbró a tocar la púrpura, había conseguido engordar, sobre todo, su fortuna personal mientras el banco caía en picado.
La figura de Conde quedó en entredicho las navidades pasadas. El juez García-Castellón ha constatado que había utilizado el banco para beneficio propio. Él intentó demostrar lo contrario tenazmente. Pero nunca ha dado argumentos. Ni en la rueda de prensa del 11 de enero, ni cuando presentó El Sistema, un decepcionante libro en el que desvelaba su adoración por el presidente argentino Carlos Menem, ni en sus dos comparecencias en las Cortes, donde los diputados de todo el arco parlamentario le acorralaron, ni finalmente, ante el juez. Los accionistas de Banesto, que le vitorearon tantas veces, le presentaron una demanda, el Banco de España le expedientó y su sueño le ha dado la espalda. Como Ícaro, Conde se quemó las alas.
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