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Los oídos del diablo

El Parlamento aprobó la semana pasada un severo endurecimiento de las sanciones de privación de libertad previstas por el Código Penal para castigar a quienes realicen, revelen o divulguen escuchas telefónicas ilegales, atentatorias contra el derecho de intimidad de las personas. La protección dispensada al secreto de las comunicaciones por el artículo 18 de la Constitución es amplio y vigoroso; ni siquiera los jueces, única instancia facultada para levantar ese amparo, tienen plena libertad al respecto: según jurisprudencia del Supremo, los magistrados deben motivar las intervenciones telefónicas, ajustarlas al principio de la proporcionalidad y controlar estrictamente su ejecución.La conversación, una película inspirada (al igual que Blow up, de Antonioni) por el inquietante relato Las babas del diablo, mostraba la cuasi demoniaca capacidad del espionaje electrónico para desnudar realidades ocultas bajo engañosas apariencias; mientras en el cuento de Julio Cortázar la ampliación sobre la pared de una fotografía tomada en la isla parisiense de San Luis revelaba el verdadero sentido de una equívoca escena, en el filme de Francis Ford Coppola el minucioso análisis de unas grabaciones ilegales descubría las claves de un crimen. Pero el complicado argumento de la película importaba seguramente menos que la interpretación de Gene Hackman en el papel del investigador Harry Caul, dedicado a la maniática, obsesiva y pertinaz tarea de registrar hasta la última palabra y el último suspiro de los amantes implicados en el asesinato.

El recuerdo de aquellas secuencias cinematográficas podría respaldar el temor a que la pesadilla orwelliana de un sistema autoritario construido para suprimir cualquier espacio de intimidad empezase a materializarse en las sociedades democráticas. No sólo los cónyuges celosos espían a su pareja; también lo hacen los gobernantes con sus ciudadanos, los políticos con sus adversarios y los empresarios con sus competidores. Si la gente llegase a interiorizar la generalizada sospecha social de que el ámbito de autonomía individual -las relaciones amorosas, amistosas, mercantiles o políticas- se halla a merced de las escuchas ilegales la única conclusión lógica sería el ajuste del lenguaje íntimo a los estereotipos convencionales, las frases hecha y las expectativas descontadas de la ortodoxia exterior; todo el mundo se sentiría entonces forzado a hablard e forma políticamente correcta, léxicamente precisa y sintácticamente impecable en su vida familiar y cotidiana por miedo a que sus palabras -ilícitamente captadas- pasasen al dominio público a través de la prensa y la radio.

La nueva regulación penal zanja tajantemente a favor del derecho a la intimidad cualquier potencial conflicto con el derecho -igualmente constitucional- a comunicar o recibir libremente información veraz. El aprovechamiento interno por el mercado político y empresarial del valor de uso ofrecido por las escuchas ilegales es completado a veces por su explotación externa como valor de cambio a través de su comercialización mediática; y así como la libertad de empresa no ampara a los peristas que se aprovechan de los frutos de un atraco, tampoco la libertad de prensa protege a los periodistas que encargan y pagan grabaciones ilegales. Pero no todos los conflictos imaginables entre el derecho a la intimidad y el derecho a la información tienen una solución tan sencilla. Porque no cabe descartar la hipótesis -siempre excepcional- de que determinadas noticias de indiscutible interés público, aunque ilegalmente conseguidas por teceros, puedan exigir de los medios de comunicación la decisión -siempre difícil- de anteponer sus deberes informativos a otras consideraciones legales o morales: de ahí las razonables dudas existentes sobre la constitucionalidad de una reforma parlamentaria que aplica esa ultima ratio del Estado de Derecho que es la normativa penal a la divulgación por la prensa de conversaciones captadas por los oídos de los nuevos diablos electrónicos.

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