Jovencito Frankenstein
El Estado de las autonomías ha demostrado no ser un mal punto de partida en el momento de descentralizar un modelo estatal tan fuertemente centralizado como el español. Sin embargo, está por ver su eficacia en el momento de articular los hechos diferenciales relacionados con el carácter plurinacional del Estado. El proceso de descentralización y la articulación de los hechos diferenciales de carácter nacional son dos cuestiones distintas que habría que separar en el análisis político. Ambas se presentan con demasiada frecuencia como si fueran dos aspectos complementarios de un mismo asunto. Y no lo son. O cuando menos, no lo son necesariamente. En la práctica suelen apuntar hacia soluciones distintas, tanto en los ámbitos simbólico e institucional como en el de los procesos de la toma de decisiones colectivas. Mientras no se separe la regulación de estos dos aspectos, ambos necesarios, seguirá produciéndose un diálogo de sordos entre quienes defienden un proceso descentralizador "igualitario" que impida agravios comparativos entre las comunidades autónomas y quienes apuntan a soluciones desigualitarias en la regulación de las distintas realidades nacionales, ya que si no, el agravio, precisamente, siempre existirá.En términos generales, las teorías políticas ilustradas han tenido dificultades en el momento de entender y ubicar los nacionalismos que no se adaptan al modelo del Estado-nación. Entre las razones de ello, destacan dos: el carácter universalista y abstracto del lenguaje de dichas teorías, y la realidad estatal de las democracias. El mismo principio democrático de la soberanía popular remite, en la práctica y al mismo tiempo, a un lenguaje universalista y a una colectividad particular de carácter estatal.
En las distintas variantes de las concepciones liberal-democráticas, el nacionalismo no estatal ha sido habitualmente un tema incómodo, algo que no se adapta bien a las categorías explicativas y normativas de dichas teorías. Algo que, como máximo, había que "conllevar" como se pudiera, pero que tanto mejor, parecía pensarse, que no existiera. El nacionalismo estatal, en cambio, no suele reconocerse en estas concepciones como un problema. Es algo que se da por supuesto, presentándose muchas veces como una implícita y obvia identidad colectiva cuyo cuestionamiento sólo respondería a intereses sesgados, presentados incluso a veces como ajenos a la normatividad democrática.
En este sentido, lo que resulta preocupante en las posiciones de algunos líderes, no es tanto que se defienda una posición estatalista desfasada, aunque electoralmente rentable, sino el hecho de presentarla como algo obvio, como un paisaje mental incuestionable que parecería debiera ser aceptado por cualquier persona razonable. Algunas posiciones políticas sobre el nacionalismo español recuerdan a Ígor, el personaje jorobado de la película Jovencito Frankenstein. Cuando el doctor Frankenstein le comenta la posibilidad de arreglarle la espalda con una operación, Ígor ,no se da por aludido. Su respuesta sistemática es: "¿joroba?, ¿qué joroba?". Difícilmente se puede encontrar la solución a un problema cuando se niega repetidamente su existencia. Ello resulta aún más preocupante en el caso del PP. La legítima vocación de este partido de presentarse como una fuerza conservadora moderna y de gobierno, vocación aún por concretarse, debería incluir en esa modernidad un planteamiento de futuro de la cuestión nacional (de las cuestiones nacionales). Un planteamiento que permitiera la regulación del pluralismo de identidades nacionales existente, de forma que resultara cómoda para aquellos ciudadanos de las comunidades dotadas de hechos diferenciales que en primera instancia no se encuentran a gusto dentro de la identidad española forjada en los dos últimos siglos. De momento, sin embargo, el nacionalismo estatalista defendido por el PP se queda en arriesgados y rancios planteamientos de españolidad, que pueden hipotecar la gobernabilidad futura del país en aquellas comunidades.
Lo que está en juego, tal como muestra el debate normativo liberal de los últimos años, desde Rawls a Taylor, es la renovación de lo que hay que entender por ciudadanía democrática en este final de siglo. El punto clave consiste en saber articular una concepción más pluralista de ciudadanía democrática, más sensible a las identidades nacionales. La cultura democrática tradicional ha sido bastante deficiente en este punto, oscilando entre la defensa de un nacionalismo estatalista y un cosmopolitismo que pretendía haber superado el problema a base de contraponer lo universal-progresista a lo conservador-comunitario. Una contraposición a todas luces obsoleta en la actualidad. Afortunadamente, la teoría y la práctica liberal-democráticas son lo suficientemente ricas para abordar una permanente autodeterminación negociada sobre cómo mejorar las reglas del juego democrático. Reglas entre las que se encuentran las de la organización territorial del Estado.
En la reguláción de su carácter plurinacional, el Estado de las autonomías aún tiene bastante de inicio de no se sabe exactamente qué. España, quiérase o no, es una realidad nacional heterogénea y asimétrica. Y si se quiere que algún día sea también una realidad política vertebrada, que ahora no lo es, deberá organizarse territorial mente como una realidad federal de carácter asimétrico. La asimetría federal, un concepto propuesto por Charles D. Tarlton hace unos 30 años (1965), hace referencia al nivel de hete rogeneidad que se da en las relaciones entre los Estados miembros y la Federación, y entre los Estados miembros entre sí. En este sentido, el Estado de las autonomías actual está pensado desde premisas preferentemente simétricas. En él predomina la perspectiva de la descentralización sobre la de la regulación de sus asimetrías nacionales. Su lógica interna no es neutra: favorece las soluciones simétricas de carácter igualitario. Y ello impide un planteamiento definitivo del encaje de las nacionalidades históricas en su interior que son radicalmente desiguales. Para que naciones como el País Vasco, Galicia o Cataluña se articulen con comodidad en un modelo territorial, resultará necesario que la realidad plurinacional del Estado quede reflejada en sus símbolos, instituciones y reglas políticas de decisión, además de que aquellas nacionalidades puedan desarrollar sin cortapisas ni reticencias, que aún las hay, sus características lingüísticas y culturales.
Una regulación de las asimetrías nacionales no tiene sólo que ver con la reforma del Senado, la disminución del número de funcionarios periféricos o la cesión de unas cuantas competencias, sino que también afecta decisivamente a una regulación sin complejos de los símbolos propios de las nacionalidades, a la presencia de las comunidades en organismos y procesos internacionales, a la corresponsabilidad fiscal o al establecimiento de nuevos mecanismos de colaboración entre estas comunidades y el poder central, o entre éstas entre sí. Este modelo no está ni jurídica ni políticamente regulado en el modelo constitucional y estatutario actual. Pero es posible desarrollarlo desde sus premisas. La democracia española saldrá ganando con ello.
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