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El espíritu navideño

Un hombre desocupado y curioso que quería encontrar el espíritu navideño salió de su casa para pasear por la ciudad. Se dirigió hacia la Gran Vía, que es donde más se palpa ese espíritu, pero delante del Palacio Real se encontró con un embotellamiento en un sitio desacostumbrado.

Resulta que los vehículos que querían girar a la izquierda desde la calle de Bailén para entrar en la de San Quintín no podían, ya que ésta estaba totalmente ocupada por coches atascados. Los vehículos que pretendían girar, al quedarse en el centro de Bailén, impedían el avance fluido de otros automóviles por dicha calle en ambos sentidos.

El hombre curioso subió andando por la calle de la Bola -continuación de San Quintín-, y aquí el atasco era monumental: los conductores apenas avanzaban, y cada poco tiempo descargaban sus iras en tocar sus respectivas bocinas, produciendo un ruido ensordecedor. Cuando el hombre llegó arriba de la calle, se dio cuenta de que también los coches que subían por Leganitos apenas podían avanzar.

Al girar a la derecha para entrar en la plaza de Santo Domingo, nuestro hombre vio el motivo del atasco: demasiados coches querían penetrar en el aparcamiento subterráneo de esa plaza, y al no poder hacerlo causaban un embotellamiento mayúsculo. Los conductores procedentes de las calles de la Bolsa y Leganitos no podían entrar en la plaza; los coches que venían por San Bernardo tampoco podían maniobrar y causaban otro embotellamiento hacia atrás que llegaba hasta la Gran Vía a pesar de los valerosos intentos de un guardia municipal; los coches que simplemente querían escaparse de la plaza de Santo Domingo sin entrar en el aparcamiento no podían.

"¡Caramba!", dijo para su capote el hombre curioso y desocupado. "Por culpa de los conductores que insisten en entrar en un aparcamiento donde no hay espacio se producen atascos desde Bailén hasta la Gran Vía. ¡He dado con la clave de gran parte de los atascos en el centro de Madrid!". Como buen ciudadano, nuestro hombre quiso compartir esta información privilegiada con la autoridad competente para así poder resolver la situación con la mayor brevedad en beneficio de todos. ¿Pero a quién podía avisar? Fue entonces cuando pensó en el agente del cruce de San Bernardo con Gran Vía.

El hombre desocupado le explicó la situación al agente, haciéndole saber que, con su mera presencia en Santo Domingo para impedir el atasco formado delante del aparcamiento, podría resolver giran parte del problema circulatorio en el centro de Madrid. El agente dijo que ya poseía tan valiosa información, pero aseveró que le estaba prohibido alejarse del cruce de San Bernardo con Gran Vía.

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"¿Entonces no podría usted poner esta situación en conocimiento de sus jefes?", preguntó nuestro hombre.

El agente le miró con una sonrisa algo irónica. A juzgar por esa sonrisa, nuestro hombre no sólo era desocupado y curioso, sino ingenuo. "A mí me pagan por mover los brazos y pitar, no por complicar la vida a mis jefes", parecía decir esa sonrisa.El hombre ingenuo se encogió de hombros y se alejó. "En fin", pensé, "he hecho lo que he podido". Decidió gozar del espíritu navideño, y prosiguió su camino por la Gran Vía. Tan sólo entonces se dio cuenta de que todavía no se habían encendido las luces brillantes, de que la calle estaba sucia, de que sobraban camellos y mendigos, y de que se había olvidado su tarjeta de crédito: ahora no podría comprar en El Corte Inglés esos simpáticos regalos navideños con los que le habían estado bombardeando desde la radio y la televisión durante semanas. Algo desilusionado, emprendió el camino hacia casa.

Pero al volver a pasar por la plaza de Santo Doming9 se encontró con una grata sorpresa: ¡un agente municipal prohibía a los conductores entrar en el aparcamiento, impidiendo así la detención del tráfico en la plaza! De repente ese tráfico era fluido: los coches que subían por La Bola y Leganitos entraban en Santo Domingo sin problemas, otros que cruzaban la Gran Vía por San Bernardo no se quedaron atrapados en medio, todos podían atravesar la plaza. o bajar por la cuesta de Santo Domingo.

Los atascos del centro de Madrid se habían resuelto de golpe, y el hombre ingenuo permaneció allí maravillado durante largo tiempo. De golpe sentía una extraña felicidad, se llenaba de algo que le parecía -él no sabía decir por qué- el auténtico espíritu navideño.

De súbito, sin aparente motivo ni explicación alguna, ¡el agente se marchó!

En breves instantes, la plaza de Santo Domingo se convirtió en un atasco, y en breves minutos se volvieron a producir embotellamientos desde Bailén hasta Gran Vía. Volvieron a sonar las irritadas bocinas. Vociferaron también las sirenas de varias ambulancias, seguramente involucradas en el atasco. Ese espíritu navideño se había esfumado definitivamente en el hombre desocupado. Abatido, se fue hacia su casa.

Pero primero tomaría una copa en ese bar de la cuesta de Santo Domingo llamado Chernobil. Desgraciadamente, se encontró con que Chernobil se había cerrado, tal vez por exceso de radiactividad. En su lugar había otro local, El Paraíso. Allí es donde nuestro hombre tomó una copa de champaña. Desde El Paraíso escuchaba el ruido de un helicóptero que sobrevolaba la zona, no sabía si para atrapar a malhechores o para vigilar el tráfico congelado.

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