_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los robots también lloran

Las nuevas tecnologías ni destruyen ni crean empleo: lo transforman. Tal es el balance de decenas de estudios realizados en los últimos años en muchos países y sintetizados en el reciente informe de la OCDE sobre el empleo y el paro. Desde la perspectiva europea, la irrupción de las nuevas tecnologías de información en fábricas y oficinas ha sido simultánea, con un periodo de lento crecimiento del empleo en los últimos quince años. Pero la experiencia es muy distinta en Estados Unidos y Japón, países con mayor desarrollo tecnológico y mayor difusión de las nuevas tecnologías en el tejido productivo. Entre 1980 y 1991, en Estados Unidos se crearon 16 millones de puestos de trabajo y en Japón más de 14 millones, mientras que en el conjunto de la Unión Europea sólo hubo un incremento neto de 6,2 millones. Entre 1960 y 1995, el empleo norteamericano aumentó, en promedio, en un 1,8% por año, el japonés en un 1,2% y el europeo tan sólo en un 0,3% por año. O sea, que el impacto de la tecnología sobre el empleo depende esencialmente de su utilización por parte de las empresas y las políticas económicas. Es obvio que si se introduce un robot en un taller se elimina fuerza de trabajo. Pero ello no implica reducción de empleo para la empresa, para el sector o para el país. Porque el aumento de la productividad gracias a la tecnología permite aumentar la competitividad de la empresa, ganando mercado, y por tanto generando más empleo. Y porque mayor productividad puede también generar mayor demanda en el conjunto de la economía, por lo cual, si bien se reduce empleo en algunas tareas o sectores, se incrementa en otros. En realidad, ésa ha sido hasta ahora la experiencia del desarrollo tecnológico en el último siglo. Los estudios compilados por la Organización Internacional del Trabajo, en particular por Kaplinsky y Bessant, demuestran que, en términos globales y para las economías avanzadas, no hay destrucción de empleo por impacto tecnológico.En el caso de España, tal vez es también la conclusión de los pocos estudios fiables realizados, en particular por Cecilia Castano y Felipe Sáez. Se aduce en círculos proféticos generalmente mal informados que los impactos aún no se han hecho notar plenamente. Es cierto que la difusión masiva de tecnologías de información en los servicios sólo ahora se está produciendo, y pronto la autopista de la información atravesará las salas de estar de nuestra vida, cambiándola para siempre. Pero la eliminación de puestos de trabajo implica la creación de otros en nuevos sectores, nuevos procesos y nuevos productos. Los modelos de simulación realizados en Estados Unidos (en particular, por Leontieff y Duchin) o en Alemania (el llamado Meta-Estudio) indican una reducción muy modesta de la cantidad de trabajo global en la próxima, década, siempre contando con. la tendencia constante al aumento de la demanda. Y las proyecciones de empleo de la. OCDE para 1992-2005 prevén, un incremento neto del 19% para Estados Unidos, del 6%, para Japón y del 6,5% para la Unión Europea.

Así pues, aunque en Europa tenemos un problema serio de paro, no es la consecuencia de las grandes innovaciones tecnológicas que estamos viviendo, sino de la utilización que de esa innovación hacen las empresas para flexibilizar el mercado de trabajo y el propio proceso de trabajo. Hay tres modelos distintos de cambio del trabajo en función de la tecnología: en Japón se conserva el empleo en las grandes empresas, se recicla a los trabajadores y se apuesta por un incremento de la productividad: es la integración del trabajador y del robot; en Estados Unidos se utiliza la extraordinaria flexibilidad permitida por las nuevas tecnologías para cambiar la organización de la empresa hacia la subcontratación y la rápida rotación de los empleados, incluso de los profesionales: se asiste a la formación de redes de trabajadores equipados con sus robots y ordenadores cada vez más personales; en Europa se utilizan frecuentemente las nuevas tecnologías para aumentar la producción sin aumentar proporcionalmente el empleo, para escapar de las cotizaciones sociales y a los contratos laborales: los robots y ordenadores irán poblando cada vez más fábricas y oficinas, programados y dirigidos a distancia por un núcleo profesional y de mantenimiento. Cada modelo tiene sus problemas: en Japón se acentúa la separación entre una mitad de la población laboral estabilizada y productiva y otra mitad en precario (generalmente, mujeres y jóvenes); en Estados Unidos, aunque los nuevos empleos se crean sobre todo en las categorías más cualificadas, los niveles medios de salarios reales continúan reduciéndose y las condiciones de trabajo deteriorándose; en Europa (y en particular en España) nos hemos instalado en un paro estructural considerable que se estabiliza a un nivel cada vez más alto al final de cada recesión económica. Y es que lo que estamos viviendo en las economías avanzadas es una transformación fundamental de la organización del trabajo permitida e inducida por las nuevas tecnologías: la tendencia a la individualización del trabajo y a la organización productiva en forma de red. Tal modelo permite un incremento extraordinario de la productividad y de la flexibilidad, pero, por otro lado, atomiza el trabajo y pone en cuestión las formas de organización social y cooperativa sobre la que descansa todavía la convivencia en nuestras sociedades. La tendencia tecnológica a la desagregación del trabajo es tan imparable como lo fue la concentración de los trabajadores en las fábricas y grandes organizaciones de la era industrial. Pero si no encontramos formas de cooperación y protección social equivalentes a lo que fueron los sindicatos y el Estado de bienestar en la anterior sociedad (desde luego, a partir de los actuales sindicatos e instituciones), la extrema flexibilidad económica degenerará en inestabilidad social y agresividad psicológica, minando la productividad en último término. Inventamos los robots para ser nuestros fieles servidores en una sociedad más productiva y más humana. Pero si los obligamos a sustituirnos, no porque ellos lo impongan, sino porque nosotros lo queremos, su soledad será un eco de nuestra tristeza y un testimonio de nuestro fracaso.

Manuel Castells es director del Instituto de Sociología de Nuevas Tecnologías de la Universidad Autónoma de Madrid.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_