La oposición al regimen
Así como algunos dan por supuesto que no ha habido otro caudillo que Franco, me temo que no falten los que restrinjan el concepto de régimen al anterior y bajo este título se prometa una retahíla de evocaciones nostálgicas que, en tiempos especialmente amargos para los pocos que entonces se opusieron, ayude a recomponer la añoranza de que "contra Franco vivíamos mejor".La enclenque oposición al régimen de Franco -en la que toda exageración tiene su asiento- es asunto que, por mucho que se hinche, difícilmente puede apasionar, máxime cuando, en relación con su exigüidad e inoperancia, ha recibido ya una atención que no se merece. El diligente lector ya se habrá percatado de que me propongo esbozar otro tema que, pese a la incidencia que pudiera tener en un futuro no tan alejado, pareciera más bien tabú por lo poco que se comenta en público; me refiero a la oposición que va cuajando en España contra el régimen establecido de la Monarquía parlamentaria.
Digo la oposición al conjunto del régimen, no la oposición dentro del régimen, que se caracteriza a todo sistema democrático. En el régimen anterior, cualquier oposición, por integrada que estuviera en los principios oficiales o por matizada que se expresase, al no tener una base legal ni gozar de tolerancia institucional, no te nía otra salida que terminar en oposición al régimen: al no tole rar el régimen oposición alguna, toda oposición lo era al régimen.
En cambio, en el régimen actual, la oposición es parte consustancial del mismo, incluso están garantizados los derechos y libertades para oponerse a él en su conjunto. Si en el régimen anterior toda oposición, aun la que partía de los mismos principios, propendía a transformarse en oposición a la totalidad, en el actual, la oposición global al régimen tiende a amortiguarse en oposición dentro del régimen.
Pese a que domine esta última tendencia, propia de los regímenes democráticos -es una de las razones de su estabilidad-, sería tan necio como irresponsable dejar de distinguir entre la oposición en el interior del régimen, como u no de los elementos esenciales, y la oposición contra el régimen. Y como la Constitución marca las fronteras de lo que está dentro y fuera del orden establecido, habrá que definir la oposición contra el régimen como aquella que procura eliminar el orden político, el socioeconómico o ambos a la vez, que configura la Constitución.
Ahora bien, se puede estar en desacuerdo con no pocos artículos de la Constitución y no por ello entrar a formar parte de la oposición al régimen. Este concepto conviene reservarlo en exclusiva para los que tratan de suprimir la Constitución en su conjunto, o por lo menos algunos de sus capítulos básicos, como el que se refiere a las libertades y derechos fundamentales de los españoles, o bien pretenden cambios en el texto constitucional, sin respetar las normas previstas para esta eventualidad. Todos cabemos en el régimen actual, por muy distantes que nos coloquemos del orden establecido, menos los que pretendan suprimir o recortar las libertades y derechos básicos, o los que quieran cambios y transformaciones empleando alguna forma de violencia, es decir, por vía de hecho, saltándose a la torera las normas constitucionales.
Delimitada en estos términos la oposición al régimen, claro que en España existe, como en los demás países europeos de nuestro entorno. Lo problemático no es su existencia, sino en nuestro caso su indeterminación, con fronteras muy fluidas, y dentro de esta su enorme vaguedad, lo más preocupante es que desde hace dos o tres años pudiera estar creciendo a considerable velocidad. Tratemos, pues, de arrojar alguna luz sobre estas conjeturas.
Ni que decir tiene que la oposición radical al régimen se encuentra en los polos del arcopolítico, en la extrema izquierda y en la extrema derecha. El cariz de los tiempos lo manifiesta bastante bien el que predomine la una o la otra: en los sesenta hasta finales de los setenta prevalecía la oposición radical de izquierda sobre la de derecha; hoy ocurre lo contrario. La amenaza de una izquierda revolucionaria en la Europa de hoy es insignificante, lo que no quiere decir que de repente no puedan cambiar las tornas. En cambio, para nadie es un secreto que existe un peligro serio para nuestro orden constitucional que proviene de la extrema derecha. En Italia, los fascistas, aunque remozados, forman parte del Gobierno y nadie se rasga las vestiduras en una Europa que por primera vez desde hace cas¡ dos siglos no divisa en el horizonte la sombra de una revolución social.
En España, a todo esto hay que añadir un hecho muy particular, proveniente de su muy especial historia contemporánea, a saber, que el franquismo se disolvió de manera más rápida y sobre todo sin los traumas que, dado su fuerte implantación social, cabía augurar. Cierto, que ocurriera así en buena parte fue mérito del modelo de transición puesto en práctica, pero, apabullados por su éxito, tendemos a olvidar los costes que supuso para el tipo de de mocracia que logramos poner en marcha. Cuando los socialistas llegaron al poder la democracia estaba agarrada por los pelos, y lo más grave es que 12 años de Gobierno socialista no hayan servido, aunque a finales de los ochenta nos inclinásemos a pensar otra cosa, para consolidarla. Justamente, el que haya sido tan suave y natural el paso de un régimen a otro conlleva que, en caso de crisis profunda de las instituciones, también de manera suave pudiera producirse un cambio en dirección inversa. Antiguos y nuevos franquistas, convertidos hoy a la democracia, a poco que cambie el paisaje político, podrían volver a defender viejos principios autoritarios. A esta convertibilidad me refiero cuando subrayo una zona cada vez más amplia, pero siempre indeterminada e imprecisa, que constituye la nueva oposición al régimen, o al "sistema", como también ahora se dice.
El punto más frágil de la Constitución vigente es la estructuración territorial del Estado, el llamado Estado de las autonomías, que cuenta con la hostilidad tanto del independentismo que trata de impedir que el modelo autonómico se consolide de la única manera posible, en un Estado federal, como de los que, por callados que se mantengan, no han abandonado la ilusión de un Estado nacional unitario. Ambas corrientes se refuerzan mutuamente y, según va tomando cuerpo el independentismo -el llamado nacionalismo moderado lo vive ya con la máxima ambigüedad-, más fuerte será la reacción del nacionalismo centralista, que potenciará a las fuerzas centrípetas hasta que nos estalle el conflicto.
Del destino del Estado de las autonomías depende el de la Monarquía como forma de Estado. La oposición al régimen actual, desde el independentismo al centralismo, desde los que dirigen su crítica al sistema de partido y sueñan con nuevas formas de democracia directa hasta los que remozan el viejo concepto autoritario de partitocracia para acoplar el viejo edificio autoritario a los nuevos tiempos; la oposición al régimen, digo, terminará por enarbolar la bandera republicana. Los pocos republicanos que quedan de antes no saldrán de su asombro ante los contenidos políticos, poco democráticos, y sociales, claramente de derecha, del nuevo republicanismo que se avecina.
Tres factores van a decidir en un futuro no muy lejano si estos síntomas, que hoy se perciben aún de manera titubeante, van a poder configurar una nueva oposición global al régimen estable cido. El primero y fundamental está vinculado al desarrollo económico de los próximos años, dependiendo en gran parte de que se logre achicar el número de parados en un plazo razonable; el segundo tiene que ver con que el actual régimen pueda resolver de una vez la estructuración territorial del Estado, con el papel que desempeñen los nacionalismos de todos los colores en este proceso, y el tercero, con la intensidad con que la corrupción real o presunta a estas alturas del drama ya poco importa siga diluyendo la confianza de la población en las instituciones. Aunque la importancia de los
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La oposición al régimen
Viene de la página anteriorfactores corresponde al orden expuesto -a la larga el factor determinante es el modelo económico que logremos instalar-, sólo cabe una acción política eficaz empezando por el revés. Primero hay que devolver al pueblo español la confianza en las instituciones, sin la que no cabe encarar las dos cuestiones claves para nuestro futuro: un modelo económico viable para España que nos mantenga en unas cuotas de bienestar aceptables y un Estado integrado que funcione a un precio asequible.
Pese a que resulta difícil imaginar un estadista que no hubiera presentado de inmediato la dimisión, horrorizado por lo ocurrido bajo su mandato con el caso Roldán, -el presidente no sólo no se dio por aludido, sino que, confrontado de nuevo con un caso turbio, en el sentido de que no se ve nada con claridad, como, en su origen lo fue el de Rubio, se atreve a afirmar que ese juego de mentiras, difamación, y cobardía moral es la peor de las corrupciones". Y en efecto, tratar de acabar por las bravas con la corrupción en la que piensa el presidente y no con aquella en la que pensamos el resto de los españoles supone acelerar aún más el proceso de deslegitimación que empezó, justamente, cuando el anterior vicepresidente nada quiso saber de la historia del despacho sevillano, por altos que luego fueran los costes en lo que a legitimidad del régimen concierne que desde entonces empezamos a pagar. Hoy tenemos al país dividido entre los que se creen todos los bulos y patrañas que, corren sobre el presidente y los que todavía confían en que puede ser verdad todo lo que se dice, aunque las historias vividas en el pasado, después de que el presidente se hubiera quemado las manos cada vez que las puso en el fuego, permiten alentar poco optimismo.
El lento, pero seguro ascenso de la crítica global del régimen tiene ahora un motor claro y determinante: la pérdida de credibilidad del presidente. Roto el cristal de la buena fama, ya no se puede recomponer juntando uno a uno los mil pedacitos. Aunque su comportamiento estuviera libre de toda sospecha -justamente lo que hoy discuten acaloradamente los españoles-, la responsabili-dad política es tan manifiesta como onerosa. El que el presidente no haya dimitido, dando paso a otro líder de su partido cuando todavía estaba a tiempo, ha abierto un proceso de deslegitimación del régimen que se cobrará la factura un día no muy lejano.
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