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Cúpulas culpables

En Berlín hay cúpulas culpables. La ácida polémica entre Santiago Calatrava y Norman Foster en torno a la reconstrucción del Reichstag llama la atención sobre la intensidad de las pasiones que despiertan los edificios emblemáticos e invita a dirigir una mirada a nuestras propias arquitecturas representativas. Más allá de la rivalidad entre los arquitectos, el debate sobre la sede del Parlamento alemán refleja el marco emotivo de la construcción de los símbolos de la reunificación y expresa una aguda conciencia de la dramática historia contemporánea de la nación. En contraste, las arquitecturas políticas de la democracia española se producen con una irresponsable combinación de azar, descuido y amnesia.Las "enormes cúpulas sahumadas" de las que hablaba Lorca asocian su geometría desmesurada y exacta a las certezas unánimes del poder absoluto. Representación del firmamento y cielo protector, pero también figura de sometimiento a la lógica implacable del centro espiritual o temporal, la cúpula ha extendido su campo semántico hasta incluir en él a la alta dirección de los ejércitos, los partidos o las empresas. No son dificiles de entender las razones por las cuales la democracia y la cúpula han tenido relaciones conflictivas.

Cuando Paul Wallot construyó el Reichstag a finales del siglo XIX, no lo coronó con la tradicional cúpula pétrea, sino que quiso expresar su condición de sede parlamentaria y el carácter avanzado de los tiempos a través de una cúpula de vidrio y metal. Destruida en el incendio de 1933, la que fuera símbolo de la Alemania guillermina ha debido esperar a la reunificación y al retorno de la capitalidad a Berlín para que se propusiera su inevitablemente polémica reconstrucción. Nadie deseaba levantar una cúpula idéntica a la original, ya que se interpretaría como un deseo de avivar las brasas del imperio evocando su sombra; para muchos, aquella cúpula fue culpable de dos guerras europeas. Pero tampoco estaba claro cómo conciliar el arrepentimiento histórico con la exaltación de la reunificación, de manera que los arquitectos tuvieron la dificil tarea de calibrar el sueño y la memoria de Alemania.

Los proyectos de Calatrava y Foster eran casi diametralmente opuestos en su estimación de la temperatura emocional de la nación. Calatrava proponía una cúpula de vidrio ligeramente apuntada y entreabierta, sostenida por una delicada estructura de huesos de hormigón, una flor de cristal, jubilosa, gótica y orgánica, imagen inequívoca de renovación vital y resurrección espiritual. Por su parte, Foster proyectó un colosal baldaquino, apoyado en esbeltas y gigantescas columnas bajo el cual el viejo Reichstag desprovisto de cúpula, aparecía empequeñecido y tutelado por el orden ciclópeo del inmenso palio futurista. En la propuesta del español, Alemania regresaba a sus raíces para renacer; en la del británico, se proyectaba al siglo próximo encerrando su pasado en una urna.

Aunque Foster obtuvo finalmente el encargo, su proyecto definitivo se aproxima al más sensato de Calatrava, ya que prescinde del gran dosel y remata el edificio con una cúpula denominada "red hemisférica" para evitar connotaciones que la hagan políticamente inaceptable- con aspecto de faro geodésico: una cúpula inocente, desmemoriada y tecnocrática, despojada del intenso lirismo que poseía en el proyecto del español, pero más capaz de expresar la voluntad de unos políticos de Bonn que temen -quién sabe si con motivo- remover el humus romántico del pueblo alemán.

Si este nuevo Reichstag pasteurizado no puede suscitar entusiasmo, el enconado debate que ha provocado revela una sensibilidad ante la dimensión simbólica de la arquitectura que debe mirarse con envidia desde nuestros páramos ideológicos. Este país se amotina para indultar a un toro o para ajusticiar a unas farolas; pero no pestañea ante el desventramiento de la plaza de Oriente, las triviales ampliaciones del Congreso y el Senado o el crecimiento hipertrófico del complejo de Moncloa, que expresan, respectivamente, la subordinación de la imagen histórica de la monarquía española al consumo turístico y al automóvil; la naturaleza burocrática y sumisa de las sedes de la soberanía popular, y la transformación de hecho del sistema político en un régimen presidencialista.

Cualquiera que recorra las exposiciones que estos días se dedican al alcázar de Madrid -sobre cuyo emplazamiento, tras ser destruido por el fuego en 1734, se edificó el actual Palacio Real- y constate la extraordinaria densidad histórica de un lugar inseparable de la idea de España, debe sentir turbación ante el bárbaro atentado que el Ayuntamiento conservador de la ciudad está perpetrando con el consentimiento -no por reticente menos explícito- del Gobierno regional socialista y bajo los desconcertantes auspicios de ilustres monárquicos. Las concentraciones franquistas de la plaza de Oriente, con su voluntad de apropiación imaginaria del recinto mítico, mostraban más olfato simbólico que nuestros consejeros áuficos.

La vocación oficinista de los parlamentarios nacionales quedó ya manifiesta en las rutinarias ampliaciones de las dos cámaras, pero sus homólogos de las instituciones regionales madrileñas han conseguido elevar las cotas de desgana: fatigadosde buscar un emplazamiento céntrico para la Asamblea, han decidido unánimemente construirla en el primer solar disponible de la periferia, que ha resultado estar en Vallecas, al lado de un hipermercado, localización disparatada que han tenido el cinismo de justificar con cansina demagogia populista. En este caso, la anorexia simbólica de los legisladores tiene su réplica paradójica en el Ejecutivo regional, que decidió instalar su sede presidencial en la Puerta del Sol, kilómetro cero de España, sobre las mazmorras de la siniestra Dirección General de Seguridad, sin que las ominosas con notaciones del lugar suscitaran mayor incomodidad.

El escaso discernimiento de nuestras élites políticas en materia de símbolos, que tuvo una manifestación hilatante en el episodio del uso distraído del Azor, se expresa sistemáticamente en el terreno de la arquitectura. Después de alguna vacilación, el palacio del dictador en El Pardo se ha destinado a residencia de huéspedes ilustres, y, de forma simétrica, la que lo fue de Franco, el palacio de la Moncloa, es hoy sede de la Presidencia y del Consejo de Ministros.

Aquí, sin embargo, el incontrolado crecimiento del complejo, que cuenta ya con una docena de edificios en los que trabajan más de un millar de funcionarios, ha modificado significativamente el recinto para componer un deprimente retrato arquitectónico de la improvisación y el descuido con los que se ha ido construyendo el vigente presidencialismo.

Es probable que la ignorancia figurativa no sea el principal pecado de nuestros políticos, pero sí es aquel que deja más cicatrices en el cuerpo de la ciudad. Resulta desmoralizador considerar la dimensión de las responsabilidades representativas que hemos delegado en unas élites de tan elevado analfabetismo simbólico. Los berlineses quizá exageren al encontrar indicios de culpabilidad en algunas cúpulas arquitectónicas; en España, por ahora, las únicas cúpulas culpables son las cúpulas sociales.

Luis Fernández Gallano es arquitecto.

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