Luz de la calle
Los últimos cerilleros se asocian para reivindicar un quiosco como los de prensa
"Han pasado Azaña, Negrín, Franco, los socialistas y la democracia y seguimos en el mismo sitio", explica Antonia Romero, de 64 años, envuelta en su delantal azul, mientras atiende con su marido un puestecillo de chucherías, y tabaco y otro de castañas junto a la discoteca Xenon, en la plaza de Callao. Ella pertenece a la Asociación Madrileña de Cerilleros en la Vía Pública, creada a principios de este año para conseguir dignificar las condiciones de trabajo de un colectivo formado por unos 200 vendedores legales de tabaco en la calle, de los cuales una treintena, de varias nacionalidades, se han apuntado a la asociación. "Hemos sujetado las murallas de Madrid, pero seguimos trabajando en la calle", añade esta madre de tres hijos que lleva 40 años en esa esquina "y desde 1980, con todos los papeles en regla". La asociación calcula que pagan medio millón al año para tener todos los papeles: licencia municipal para vender frutos secos y golosinas, licencia de Tabacalera para vender tabaco con recargo, Impuesto de Actividades Económicas y la Seguridad Social, como autónomos.En la puerta de otro punto mítico de la Gran Vía, la discoteca Pasapoga, tiene Manola López su cajoncito de madera, su sillita y la bolsa renegrida por la contaminación en la que guarda toda su documentación. Es su lugar de trabajo desde que tenía 14 años "y voy a hacer 70, sólo que antes estaba de pie con una cajita en la mano y la lotería". Y allí sigue, sentada con la radio encendida, frente a un quiosco de periódicos que lleva menos años que ella (50) "y yo sigo aquí, en la acera".
Suspiran por un quiosco fijo que les permita vender protegidos de las inclemencias del tiempo que, más de una vez, se ha llevado volando el género. "En verano hace tanto calor que no se acercan ni las palomas", dice Antonia que no sólo está expuesta a la lluvia, el frío o el calor. "Para unas poquitas personas que nos tratan muy bien hay muchas que nos tratan muy mal". Manola, la de Pasapoga, hasta sueña por las noches con una estructura fija como la que tienen los floristas de la calle. Todos están dispuestos a pagar por su quiosco.
La otra bestia negra de esta profesión es la venta ilegal de tabaco que ha reducido, según datos de su asociación, sus ventas en un 40% como mínimo. "No vendemos nada", dice Manola, pero "cómo vamos a vender a 300 pesetas una cajetilla si a 20 metros lo pueden comprar del ilegal por 200".
La mayoría de ellos pertenece a sagas de vendedores de la calle. Como el presidente de la asociación, Jesús Monjas. Su madre, la séptima señora de la derecha entre las que venden sentadas lotería delante de Doña Manolita en la Puerta del Sol, le animó a ser cerillero tras perder su empleo en 1980 de verificador mecánico en una empresa de automoción. Él trabaja en la calle de Orense, y, por tanto, su horario, como el del secretario de la asociación, Pablo Martínez, situado también en la zona de Azca, se adapta más al de los oficinistas. Pablo, que lleva nueve años de cerillero, explica que consiguió uno de los últimos permisos que concedió el Ayuntamiento. Entre todos intentan que se modifique la ordenanza que regula la venta en la vía pública que dice que sus puestos tienen que ser desmontables. Si, se consigue cambiar esto, a lo mejor disminuyen las enfermedades de los huesos que sufren muchos de ellos.
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