Elton John, for president
Las tragedias personales del príncipe de Gales son bastante corrientes: no es el primero ni el último a quien sus padres obligaron a casarse con la novia equivocada aun queriendo a otra. No es el primero ni el último que tuvo una infancia difícil con una madre distante y un padre insensible. Tampoco es la primera ni la última persona inteligente y aficionada a las cosas del espíritu cuyas obligaciones profesionales tienden a aplastar los apegos del carácter. No es, ni mucho menos, el primero o el último individuo cuyas patéticas peplas privadas se toman escandaloso pasto de la prensa al ser desveladas para público escudriñamiento. Un banquero, un actor de cine, un ministro de Gobierno, un sacerdote, se resienten tanto o más que el príncipe Carlos de -la invasión de sus esferas privadas de actuación y moralidad, especialmente cuando sirve para contradecir lo que se supone que debe haber sido su comportamiento. Y especialmente cuando el que con impudor creciente desvela es el propio protagonista de la historia.Puede que ninguno de estos dramas sea culpa del heredero británico, aunque es bien cierto que toda persona tiene la sacrosanta posibilidad de defenderse de las imposiciones ajenas. Pero si fuera siempre capaz de hacerlo, ¿para qué servirían los psicólogos?
Es, eso sí, el príncipe de Gales.
Quieren el decoro y la tradición que los miembros de la familia real británica, para ser verdaderamente representativos de la solemnidad del Estado, sean unos seres de cartón piedra, actores en una obra de teatro de oropel y ensueño, cuya sonrisa permanece siempre inmutable y cuyo sufrimiento con las cosas de la vida se supone, pero nunca se ve. Por lo visto, lo que hace grande a una persona no es su capacidad de sobrevivir al sufrimiento, sino sólo la discreción con la que consigue que no se haga pú6lico. El peso de la púrpura los coloca más allá del dolor o la pasión. En realidad, su misión principal es que no se note el paso de los años en las sus efigies que aparecen en los sellos de correos.
Sólo que a finales del siglo XX ya no es posible mantener estas apariencias. Hay demasiadas cámaras sobresaliendo por encima de la tapia, no funciona ya la separación de vicios privados y virtudes públicas. En estas condiciones, vale la pena preguntarse si no habrá hecho bien Carlos de Inglaterra en tomar el toro por los cuernos y decir "sí señor, qué pasa", recordando de este modo que un heredero del trono británico tiene tanto derecho como el que más a ser de carne y hueso. Estaría protegiendo así la opción de su hijo primogénito a sentarse en el palacio de Buckingham, en el supuesto de que la reina Isabel negara al príncipe de Gales la corona o él mismo decidiere abdicar para evitarse problemas.
Sin embargo, conviene recordar que el cruce de historias más o menos tenebrosas entre Carlos y Diana no es impúdico por el hecho de su personalidad pública respectiva sino por la suciedad misma del montón de basura que están intercambiándose. El estremecimiento que producen los relatos no nace tanto de que sus protagonistas sean príncipes, sino de que son mujer y hombre. Y de que no son maneras.
Y, después de todo, ¿qué tendrá que ver el tocino con la velocidad? Nadie puede decir seriamente que los vaticinios de que la Monarquía británica está a punto de desaparecer y de proclamarse la República del Reino Unido se deben a que el príncipe de Gales tiene algún lío de faldas. Es posible que lo que esté en cuestión sea la legitimidad moral de Carlos para sentarse en el trono. Pero que, por ello, esté a punto de derrumbarse la institución me parece francamente exagerado.
Tanto como sugerir que se desmoronaba la institución de presidente de Estados Unidos porque Richard Nixon era indigno de ocupar la Casa Blanca.
La discusión monarquía-república, democracia-equilibrio heredado es demasiado profunda y va por derroteros intelectuales, morales y políticos demasiado distantes de las peleas Carlos-Diana como para que este episodio signifique la muerte de una institución milenaria que ha sido extremadamente útil a Inglaterra.
No. En esta historia más bien triste, lo único que queda laro es que, para cumplir cabalmente con su misión, un . rey o n príncipe, además de serlo, debe parecerlo. '
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