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Un octubre holandés

Antonio Muñoz Molina

Llueve a veces de noche, 0 justo cuando está amaneciendo, y a uno lo despierta la antigua felicidad del sonido fuerte de la lluvia, se queda dormido de nuevo, se levanta y sale a la calle y hace un sol tuerte y blanco de octubre, una luz sin inflexiones rubias o de cobre: el aire está muy limpio, gracias a la lluvia nocturna que casi nadie advirtió, y las hojas anchas de los castaños tienen ya un reborde -dorado que de lejos se confunde con los rescoldos de la luz solar entre el verde húmedo de la vegetación.Octubre, este octubre está siendo un tiempo excelente para la degustación del paisaje, de sus olores hondos y sus lujos visuales. Los fotógrafos salen por las -mañanas en busca de la luz como quien sale a cazar unicornios. Los frutos de la estación ostentan colores de una magnificencia heráldica: castañas bruñidas, con un réfinamiento en su forma y su tacto como de volutas de madera noble, caquis de pulpa roja y grávida con matices amarillos, uvas doradas y tardías, granadas de corteza lisa y áspera que, al abrirse por la mitad, revelan un esplendor de cuevas del tesoro, de rojas pedrerías frutales que conservan la última veladura de una piel tránslúcida. Ahora la tierra humedecida y oscura huele mejor . que nunca, y un olor profundo de fertilidad y surcos removidos puede alcanzarlo por sorpresa a uno al cruzar el jardín mustio de todos los días o pasar distraídamente junto a la verja de un parque.

Justo ahora es el tiempo de visitar en el Muso Thyssen la exposición sobre el paisajismo holandés del siglo XVII, porque los cuadros que se muestran en ella parecen corresponderse con la densa y rica materialidad del otoño y con los esplendores de su luz, con los cambios sutiles en el estado de ánimo que ya preludian la acomodación del invier-. no. Los castaños, los dorados, los verdes profundos que hemos visto en los senderos más despoblados del Retiro volvemos a verlos en un pequeño cuadro de Jacob van Ruisdael que se titula. Vista de Naarden o en el Puente de piedra, de Rembrandt, donde, en, medio de un paisaje nublado y otoñal en el que ya casi e s de noche -nos cuesta -trabajo distinguir la figura de un hombre que ara la tierra con la ayuda de un buey-, irrumpe como un relámpago lento la luz del sol al separarse las grandes nubes oscuras que lo tapaban.

Hay cuadros en los que se ve contenido todo el pasado de la pintura: la Anunciación, de Fray Angélico, que hay en el Prado es un resumen de la pintura gótica, una recapitulación de imágenes. y sabidurías técnicas que ya tenían mucho de anacronismo en el momento en que el pintor las usó. Hay otros cuadros, unos pocos, que son pura audacia y adivinación del futuro, que parecen pintados a partir de la nada: los apuntes que dibujaba Durero en su cuaderno de viajes y sueños, las dos vistas de la Villa Médicis que pintó Velázquez hacia la mitad del siglo XVII y que en su tamaño tan modesto y en su apariencia de trivialidad. están vaticinando no ya la pintura impresionista, sino un modo de mirar en el que inmediatamente nos reconocemos. La temporalidad del paisaje es tan absoluta como la de la historia, pero en el impacto del sol en una umbría de Roma, mirado y atesorado en la memoria visual de Velázquez, hay un estremecimiento idéntico al de nuestras pupilas. No vemos los paisajes que veía Velázquez: es él quien adivinó lo que veríamos nosotros y, por eso, es siempre, a cada instante, cada día, nuestro contemporáneo, igual que hace 120 años fue el contemporáneo y el maestro de Edouard Manet.

En Atlantic CitY, el melancólico y prematuro testamento que Louis Malle imaginó para Burt Lancaster, el viejo gánster, intoxicado por los embustes de su propia nostalgia, pasea junto al mar al lado de un joven y voluntarioso discípulo que carece completamente de memoria y le dice: "Tenías que haber visto el océano Atlántico en aquellos tiempos". Inducidos por Velázquez, nos gustaría saber cómo era la luz del sol entre unos árboles en el siglo XVII, y un paisaje invemal de Hendrick Avercamp nos transmite el frío exacto de diciembre de 1621, el frío y la intemperie, el humo de leña mojada que asciende hacia la grisura ilimitada y pálida del cielo, la niebla que humedece la lana de la bufanda apretada en tomo al cuello difumina a lo lejos siluetas de molinos y torres de iglesias.

Mirando estos cuadros de Avercamp, de Ruisdael, de van Goyen, del mismo Rembrandt, a uno se le va el tiempo tan inadvertidamente como en un paseo por un bosque otoñal, se con vierte uno en botánico de vegeta ciones holandesas' ' en eruditos en grisuras y oleajes del mar del Norte, en entomólogo de figuras humanas diminutas que, sin embargo nunca se pierden en una multiplicacion numeral de insectos, porque cada una de ellas conserva su identidad irreductirble, su mínima peripecia biográfica. En su Historia de la pintura en Italia, que es tan magnífica como copiada y zurcida de otros,, Stendhal lamenta triste mente que los mejores pintores del renacimiento se vieran obligados a representar sórdidos martirios y leyendas cristianas en vez de los episodios cívicos, saludables y didácticos de la antigüedad: mientras en el resto de Europa los pintores trabajaban en palacios reales, los aristócratas cazadores e ineptos y los frailes oscurantistas, los pintores ho landeses del XVII celebraban para sus clientes burgueses el re¡ no de este mundo, la maravilla inagotable de lo que tenían de lante de los ojos, el paisaje modificado y ennoblecido por el trabajo de los hombres, por los avatares diarios de -la vida común. Un campesino sin nombre, que duerme la siesta en una tarde de verano al costado de una choza no es menos memorable que Marte entre los brazos de Venus. Una tarde límpida y fría, con la tierra oscura por la lluvia reciente y grandes nubes arrastradas por el viento, es un cuadro de Jacob van Risdael y una experiencia inmediata de cada uno de no sotros, un regalo simultáneo de la pintura y de este tiempo de octubre.

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