Incompatibilidades
EL PARLAMENTO se dispone a dar una nueva vuelta de tuerca al régimen de incompatibilidades de los altos cargos. La escasez de medios, el burocratismo o la ausencia de voluntad política, de un lado, y la actitud distraída o claramente boicoteadora de los interesados, de otro, habían convertido en papel mojado buena parte de las normas del régimen de, incompatibilidades aprobado en 1983. El caso del ex ministro de Industria Joan Majó, que pudo cobrar durante meses tres sueldos incompatibles entre sí, y que después de su cese se incorporó sin solución de continuidad a empresas con las que tuvo relación durante su estancia en el Gobierno, ha pasado a la historia política como ejemplo de esa situación de descontrol.La nueva normativa aprobada por el Gobierno busca reforzar los mecanismos de control más que establecer nuevos supuestos de incompatibilidades. Parece el camino acertado: sólo un tercio de los altos cargos sujetos al régimen de incompatibilidades (los que nombra el Consejo de Ministros) están sometidos a control, según han revelado diversos informes. Del resto, es decir, los cargos públicos que se mueven en tomo a la empresa pública, los monopolios estatales y los organismos autónomos, la Inspección General de Servicios de la Administración pública, órgano encargado del seguimiento de las incompatibilidades, apenas sabe nada. Entre otras cosas, por la opacidad de sus nombramientos. En esas condiciones, es casi imposible exigir responsabilidades a los infractores.
La dedicación absoluta, la obligación de declarar intereses y actividades, la administración ciega de títulos y valores y la prohibición de percibir dos sueldos a cuenta de los Presupuestos del Estado, así como la de trabajar en los dos años siguientes a su cese en actividades privadas relacionadas con el cargo, son requisitos básicos para impedir que se mezclen lo privado y lo público. También lo es el control anual de las rentas y patrimonio, que se añade al ya existente sobre intereses y actividades. Pero el hecho de que algunos de esos requisitos hayan sido reiteradamente incumplidos muestra que de poco sirve añadir otros nuevos si no son controlables. Pero tampoco sería bueno para la función pública someterla a un código legal tan desproporcionadamente exigente que ahuyentara de la actividad pública a personas con aptitudes y vocación para ello.
La nueva normativa pone el acento en los mecanismos de detección y sanción. Es en este punto donde se juega su credibilidad, de la misma forma que en él radica el fracaso estrepitoso del régimen de incompatibilidades vigente. Ahora, el Parlamento tomará directamente cartas en el asunto, además de la Inspección General de Servicios. Ambos asumen la tarea de controlar las incompatibilidades y la evolución de la renta y el patrimonio de los cargos públicos. También se establece un sistema de sanciones ciertamente disuasorio. No sólo podrán ser multados los infractores con multas de hasta un millón de pesetas, sino que, en los casos más graves, podrán ser inhabilitados políticamente para ocupar cargos públicos durante un periodo de 5 a 10 años (al margen de lo que decidan los tribunales en el supuesto de que la infracción sea delictiva).
No es descartable que este tipo de sanciones -más bien propias del Código Penal- susciten problemas de encaje legal, en cuanto que reactivan una potestad sancionadora de la Administración sólo admisible en dosis muy mínimas en un Estado de derecho. En todo caso, es difícil encontrar una sanción más dura, más fácil de ejecutar y más ejemplar, además de inequívocamente legal, que el cese inmediato de quien ha utilizado el cargo público en beneficio propio y en detrimento del interés general.
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