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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Gobernadores

EL MINISTRO de Administraciones Públicas, Jerónimo Saavedra, anunció el jueves pasado, ante una comisión del Congreso, la existencia de un proyecto por el que se modificarían las funciones y tal vez el nombre de los gobernadores civiles, que pasarían a ser funcionarios de carrera. La posterior desautorización de Saavedra por parte de otros miembros del Gabinete, especialmente su portavoz, Pérez Rubalcaba, parece indicar que, como mínimo, la iniciativa ha sido considerada precipitada. Pero una vez invocada, el debate es inevitable.La supresión de los gobernadores civiles es una vieja reivindicación de los nacionalistas. Por ello, tal vez los ministros que negocian cada día con Roca (y Anasagasti) asuntos más acuciantes hubieran preferido guardarse esa carta como un elemento más de la negociación, sin enseñarla antes de tiempo. También se ha dicho que el enfado del portavoz era consecuencia del temor a que el Partido Popular (PP) cargase una vez más con el argumento de que se trata de una nueva cesión de los socialistas a los nacionalistas. No hay que descartar que lo haga algún diputado del PP, pero sería incoherente con la proposición de ley de gobierno presentada hace unos meses por su grupo, y en la que se planteaba una modificación bastante coincidente con la adelantada por Saavedra: nombramiento a propuesta del delegado del Gobierno y entre funcionarios de carrera de nivel superior.

La reforma se orienta a una potenciación de la figura del delegado del Gobierno, de acuerdo con el modelo de Estado autonómico diseñado por la Constitución. Las funciones de coordinación de la Administración periférica del Estado corresponden a ese delegado, que es también el cauce de comunicación entre las comunidades y el Gobierno central. Sin embargo, en la medida en que subsisten las provincias, en ocasiones como unidades con fuerte personalidad, el modelo autonómico no excluye la presencia de un representante del poder central en el ámbito provincial; pero ya como una derivación subordinada a ese delegado y sin el papel político tradicionalmente asociado al cargo de gobernador civil.

La profesionalización del mismo, haciendo obligatorio que el nombramiento recaiga sobre un funcionario de nivel superior, limita las posibilidades de un planteamiento clientelista y estimula una cierta continuidad, al margen de los avatares electorales. Pero, contra lo que sostienen algunos neonacionalistas, no es cierto que el Estado autonómico suponga eliminar la presencia del Estado en las comunidades. La Constitución establece un equilibrio entre los tres niveles de la Administración -local, autonómico y central-, orientado a evitar eventuales abusos por uno de ellos en función de criterios políticos. Ello implica una presencia del Gobierno central en las comunidades y provincias que, por ejemplo, garantice la posibilidad de un enlace directo de los municipios con el Gobierno.

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Con todo, la figura del gobernador como sátrapa o persona de confianza del Gobierno central es incompatible con el actual sistema de distribución territorial del poder; seguramente será precisa una fase transitoria, pero en la medida en que las comunidades -también las de vía lenta- se consoliden y asuman competencias de las que hoy carecen, la función coordinadora de los gobernadores no justificará un cargo con tanta carga política -y simbólica- como la de gobernador.

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