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Reportaje:

Día de perros

Ingrata, muy ingrata, ha sido la villa de Madrid con Felipe II, el monarca que le otorgó su capitalidad. Una reciente y mediocre estatua, ubicada entre el Palacio Real y la seudocatedral de la Almudena, y una evanescente y exigua avenida, que sólo se reconoce por la salida del metro de Goya que conserva su nombre, son las únicas referencias que permanecen en la toponimia urbana de una ciudad que fue ciudad y capital por su soberano capricho. Madrid rinde periódicos, y tal vez desproporcionados, homenajes al Borbón Carlos III, presunto rey alcalde, más preocupado por el arte cinegético que por el ornato de su villa residencial del que se ocuparon con buen tino sus ministros y corregidores, pero el nombre de Felipe 11 ni siquiera aparece en su callejero hasta fechas bien recientes y su real patrocinio acaba por ser eclipsado aquí a beneficio del extravagante catalán y eximio surrealista Salvador Dalí que bautiza este amplio y desolado rectángulo en los confines del barrio de Salamanca.La plaza de Dalí es un largo y amplio corredor que desemboca en el Palacio de los Deportes de la Comunidad de Madrid; un monumental dolmen enmarca una figura humana radiografiada y diseñada por el singular genio de Cadaqués, un monumento cuestionado por muchos vecinos de esta zona, tradicionalmente burguesa y convencional. El dolmen preside un paisaje despejado que suele cubrirse periódicamente con manifestaciones lúdicas, comerciales o culturales, una explanada que sirve de desahogo a la nutrida clientela de unos grandes almacenes cuya puerta trasera se abre a la plaza. Dura competencia para el diminuto quiosco de baratijas que milagrosamente resiste a su costado y exhibe tras sus polvorientos cristales un exiguo surtido de llaveros, gafas de sol y juguetes de poco precio. El quiosco, por aquello de la imprescindible diversificación comercial, ofrece sus servicios también como taller de reparación para mecheros y estilográficas, un sector en decadencia frente

a los encendedores desechables y los bolígrafos de plástico.

Competidores con más suerte se han instalado en dos hileras de apiñados barracones en el bulevar adyacente, artesanía multinacional, cinturones, pulseras, camafeos y retratos enmarcados de orgullosos jefes de los pieles rojas dispuestos a ocupar en la pared el puesto tradicionalmente reservado a, los ancestros familiares. En los comercios que flanquean la plaza de Dalí se combinan lo clásico y lo moderno, entre los más tradicionales una fábrica de churros y patatas fritas y una excelente taberna cervecería. La modernidad ofrece tiendas especializadas en moda infantil, artículos de regalo, sucursales bancarias y un denominado centro de juegos que ofrece a los adultos la posibilidad de depositar a sus niños durante unas horas para que no se extravíen o se enrabieten mientras sus progenitores o tutores van de compras o asisten a una velada deportiva.

El Palacio de los Deportes de la Comunidad de Madrid cierra la plaza en uno de sus extremos como un gigantesco hangar. Concebido en principio para cumplir con las funciones que su nombre indica, el palacio acoge con asiduidad conciertos de música rock o festivales solidarios, benéficos o reivindicativos que se convierten a

menudo en un auténtico calvario para músicos perfeccionistas que han de bregar con una acústica diseñada para amplificar los cánticos de los hinchas y no los delicados acordes de los instrumentos de cuerda y los gorgoritos de los cantores que rebotan contra la inmisericorde bóveda palaciega.

Los días de concierto, o de partido, la plaza pierde su aire desolado y bulle con multitudes entusiastas que corean furiosas consignas o himnos deportivos. Si el asunto va de reivindicación, allí se juntan espontáneas y casi siempre pacíficas manifestaciones y en unas horas aparecen y desaparecen improvisados tenderetes que expenden bocadillos, latas de cerveza, refrescos o pegatinas con lemas alusivos al acontecimiento.

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Bajo la lluvia, en esta tarde de octubre, la plaza es un desierto que atraviesan a buen paso los escasos viandantes. Al amparo de la marquesina de los grandes almacenes, ceñudos y atildados jóvenes de ambos sexos recogen firmas para que los terroristas cumplan íntegramente sus condenas y su cruzada parece del agrado de la clientela, que se desprende momentáneamente de sus atiborradas bolsas de compra para rubricar su manifiesto. El aguacero despega y deshace los carteles que empapelan los muros con mensajes cavernarios y a veces contradictorios, como el que reza: "No permitas que asesinen en España, Pena de Muerte Ya", destilación febril de mentes criminales y calenturientas, partidarias del asesinato legal y homeopático para acabar con el terrorismo. Tan fatal proclama contrasta con el rostro iluminado y sonriente de Shri Mataji, oronda y maternal matrona hindú, guía espiritual que ofrece en otro cartel su magisterio: "El crecimiento espiritual es un camino de gozo,. no de sufrimiento".

Gozos y sombras de una tarde plomiza y otoñal, más grises aún si cabe, las palomas supervisan el paisaje desde dolmen daliniano. Aprendices de genio han emborronado con sus grafitos fluorescentes la desvencijada cobertura de un aparcamiento con sus caligrafías indescifrables.

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