Atardecer en el barrio de Prosperidad
Quizá nunca hasta hoy la visión rutinaria del atardecer me ha producido una sensación tan indómita de extrañamiento, algo así como si ese modesto esplendor en los tejados de la casa de enfrente me ofreciera un enigma complementario, o una prolongación sentimental, del libro que acabo de leer. Y aunque bien es verdad que cuatro horas intensas de lectura afinan los sentidos de tal modo que las cosas diarias se nos aparecen luego con un aire apasionado de novedad o de espejismo, sin embargo, la invitación al asombro de este atardecer debe de tener un origen más íntimo y también más confuso. Porque el libro se titula La rive gauche, de Herbert Lottman, y en sus páginas he vuelto a encontrarme con él, con quien fuera "el conferenciante más aplaudido del mundo" y el "huésped más buscado por los príncipes", según leemos en la elegía que se publicó en Abc días después de su muerte. Como ocurre en los sueños, donde las figuras familiares, sin dejar de ser ellas mismas, adquieren al tiempo un aire desconsolado de extranjeros, cuesta aceptar que este hombre, este Abel Bonnard que aparece en los libros, sea el, mismo que yo conocí en 1965. Y sí, algo de ficción y de sueño hay en él, y no sólo porque, antes que la imaginación, la loca de la casa suele ser la memona, sino también por los datos objetivos de su aventura personal. Que un miembro de la Academia Francesa, de la qué llegó a ser decano, que ya antes fue saludado en los salones literarios de París como un nuevo Voltaire, que se codeó de igual a igual en las tertulias con Claudel, Malraux y Maurois que lució luego de ministro con Pétain, venga a acabar sus días en una, modesta pensión del barrio madrileño de Prosperidad, produce ese tipo de asombro o, de pintoresquismo que uno relaciona inevitablemente con la literatura.Había rebasado ya por entonces los ochenta años y, en efecto, vivía de pensión en el tercer piso de nuestro mismo inmueble, donde ocupaba dos habitaciones, una que le servía de dormitorio (la misma donde había vivido hasta entonces Francisco Regueiro, el director de cine, a quien recuerdo pobre y elegante, y precursoramente calvo, haciendo cola entre la chiquillería para la sesión doble del cine López de Hoyos), y otra para despacho y biblioteca. "Ese señor francés es un gran hombre, una celebridad del, mundo de la política y de la cultura", me habían advertido algunos vecinos con el susurro apasionado de los secretos que no conviene difundir. Y yo lo veía a veces salir o entrar en casa, o caminar un poco por el barrio, vestido siempre con un academicismo excéntrico ya para la época: trajes oscuros con chaleco, corbata, pañuelito de adorno en el bolsillo, sombrero, lentes eruditos, y algún otro detalle en esa línea de discreción clásica. Y así, como un clásico, nos lo presentan algunos de los que lo trataron, Ernst Jünger entre otros, y un sentimiento similar de armonía o de tersura sugieren los títulos de los libros que compuso: La vida amorosa de Stendhal, De la amistad, Elogio de la ignorancia, San Francisco de Asís, Los moderados. Títulos que parecen de algún autor apócrifo y ejemplar inventado por Borges, pero que a mí también me traen el son os tentosamente civilizado con que cierta derecha se disfraza a veces, tanto para ocultar innombrables afanes como para mejor poder así acusar de nuevos bárbaros a sus oponentes ideológicos.
Pocos ejercicios intelectuales hay quizá tan desconcertantes como analizar los recuerdos personales a la luz casi siempre tardía de la memoria histórica. "Tan cultivado como los más grandes del siglo XVIII, tan gracioso, no menos lúcido", "un solo gesto le habría restaurado en el tron o del esprit de París", "más que en ironía las contrariedades lo habían enriquecido en serenidad", leemos en la elegía de Abc, una doble página de huecograbado al dorso de las cuales vienen anuncios de "urbanizaciones de fábula" (Puente del Fresno, Párquelagos), una fotografía de Luis Aguilé en la presentación del tema de verano El sol español, muy joven él, muy galán, besando la mano de Miss Mundo, otra de Francoise Hardy luciendo un traje de Paco Rabanne valorado en 170 millones de pesetas..., y todo ello (elegía, noticias y anuncios) fechado en mayo del 68, para que así veamos que no todo en ese mes de entonces fueron estampidas y proclamas estudiantiles y que también hubo otros sucesos dignos de mención, y con no menos vocación ficticia que los más renombrados.
Pero la memoria personal lo rescata en este instante confundido de pronto con la imagen de los sabios atómicos de los tebeos, sobre todo cuando yo subía al tercero a ver la televisión (galas del sábado noche, Festival de Eurovisión, eventos deportivos) y a veces entreabria la puerta él, envuelto ahora en una bata como de enfermo crónico, las canillas al aire, y convertido en un anciano frágil y huraño, la piel translúcida y el pelo blanco como inflamado por el vértigo. Gruñía débilmente, y me despachaba con un temblor de contrariedad, pero que en el fondo era sólo de miedo, porque aquel gran hombre temía que alguien llegara a asesinarlo a través del laberinto del pasado (quizá algún emisario de De Gaulle, "aquel enano inmenso", como le llamó en su día), y por eso a la hora de comer se revestía de poderes sobrenaturales para suspender sobre el plato un péndulo de metal que no sólo le servía para prevenir posibles envenenamientos, sino para cualquier otro tipo de augurios.
Mientras avanzo en el libro y en la evocación, la tarde va cayendo y yo me lo imagino también a él sentado junto a una ventana que da a un gran patio de luz abierto hacia un baldío, ahuyentando o convocando al ritmo del péndulo a los fantasmas del pasado y viendo el humilde atardecer, con tejados y gatos, del barrio de Prosperidad., Siendo, como es, un gran hombre, además de "delicado y refinado", según sustenta la elegía, tendrá también grandes cosas que recordar. Quizá cómo a los 22 años ganó el Gran Premio Nacional de Poesía y entró de golpe en el Parnaso de los elegidos, o quizá cómo después de la guerra lo condenaron a muerte y le conmutaron la pena por diez años de destierro, o acaso su peregrinar, que ya sería definitivo, por pensiones de España inevitablemente galdosianas. Pero cuánto camino mediará entre estos hechos. El 26 de abril de 1943, Ernst Jünger cena con él, y al día siguiente anota en su diario (Radiaciones, 2): "Abel Bonnard encarna de manera excelente una especie de espiritualidad positivista que está extinguiéndose". El 30 de agosto de ese mismo año, en otra cena, los dos insignes hablan sobre los "viajes por mar, los peces voladores y los argonautas". Jünger se pregunta: "¿Por qué un hombre tan clarividente como Bonnard se mete en política?". En mayo del 44, Jünger confiesa admirar en Bonnard "el orden y la precisión, de sus pensamientos, su ingenio volteriano". Firma un manifiesto de apoyo a Mussolini cuando la invasión de Etiopía, firma otro de apoyo a Franco tras el bombardeo de Gernika: noticias sueltas, casi rutinarias, que poco añaden a una biografía cuya elocuencia, orden, precisión e ingenio no exigen de mayores elucidaciones.
Pero de pronto pienso que, en ese atardecer imaginario de hace tantos años, yo debía de estar en
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un cuarto simétrico del primer piso leyendo acaloradamente a Juan Ramón. Hay ciertos conceptos del platonismo que, antes que en los libros, son sentimientos, que aparecen espontáneamente en la adolescencia. Como casi todos, yo pensaba entonces que el camino hacia la belleza lleva inevitablemente también a la bondad. Como todos, luego descubrí con horror que se puede ser un gran poeta a la vez que un perfecto canalla.O que se puede leer a Rilke (y bien leído, como subraya Steiner) tras despachar a una partida de judíos en una cámara de gas. Pero ahora sé que el temblor y el asombro que me ha producido la visión del atardecer al otro lado de la calle proviene no tanto del libro de Lottman (donde precisamente se historian las relaciones entre los artistas y el poder) como de la convicción de entonces, hoy revalidada pese a tanto oprobio, de que la buena literatura, o la buena música, además de fuentes de placer, son invitaciones secretas, en el buen sentido de la palabra si se quiere, a la bondad. "Asombrarse es empezar a entender", decía Ortega recordando a Platón, y acaso es verdad que no haya páginas más comprometidas que la de. esos escritores que, como Manuel Vicent o Muñoz Molina al contar sus experiencias ante una ensalada mediterránea ante el color de un cuadro, están finalmente educando nuestra sensibilidad y disciplinando nuestro asombro. En estos tiempos en que esas dos afecciones están como embotadas por el mal gusto y el gran volumen de información rutinaria o innoble que circula por nuestra sociedad quizá la percepción de la belleza pueda ser más que nunca un acto revolucionario.
Ahora ya es de noche, y yo recuerdo intensamente la última luz del día en los tejados de ayer y de hoy para que su encanto sin alarde me acompañe ya siempre, y me defienda de la tentación de ser un canalla cuando me llegue la ocasión. Que la belleza nos preserve del mal. Amén.
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