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Soberanía parlamentaria

El señor Pérez Rubalcaba, del PSOE, y el señor Rato, del PP, se han puesto de acuerdo, o han empezado a ponerse de acuerdo. ¿Sobre qué? Sobre nombres, nombres de personas que van a ocupar posiciones de más o menos responsabilidad en importantes órganos del Estado: el Consejo General del Poder Judicial, el de Seguridad Nuclear, el de Universidades, el Defensor del Pueblo; esta vez no tocaba buscar la conjunción astral para designar magistrados del Tribunal Constitucional, o del Tribunal de Cuentas, u otros sitios de parecido rango y prosapia, pero todo llegará.Quizá alguien se pregunte cómo es que el señor Pérez Rubalcaba y el señor Rato tienen tanto poder. En realidad no tienen tanto; no actúan por sí y ante sí mismos; son unos mandados, o, para que nadie se moleste, unos mandatarios, o apoderados, o hasta plenipotenciarios. ¿De quién? De sus jefes, naturalmente, que, con precisión, no se sabe quiénes son, pero que, personas físicas u órganos colegiados, son los que mandan de verdad en sus respectivos partidos políticos. ¿Y para qué han sido apoderados? Para negociar nombres que puedan acceder a nombramientos.

Entonces, ¿es que la competencia de esas designaciones es de los partidos políticos? Pues no; en ningún lugar está dicho que los partidos políticos tengan esas facultades. La cosa es más rebuscada, dicen los que entienden el asunto: los mandatarios de los partidos acuerdan unos nombres que los partidos, luego, transmiten a sus respectivos diputados en el Congreso, con la instrucción vehemente de que los escriban en una papeleta el día en que sean convocados para votar a unas personas para ocupar los cargos de Defensor del Pueblo, miembros del Consejo General del Poder Judicial, etcétera. ¿Y por qué ese camino aparentemente sinuoso? Pues porque lo que dicen las leyes es que esos nombramientos corresponden al Congreso de los Diputados en las Cortes Generales, y que tienen que obtener una mayoría tan cualificada, que, por razones aritméticas que no son difíciles de entender, han decoincidir en el mismo nombre, para elevarlo a nombramiento, diputados de distintos pela jes, al menos de dos, y a veces de más. Pues ya se va entendiendo algo. Pero en tonces, se puede seguir preguntando la gente pesada que siempre hay, para ser nombra do, ¿basta que el señor Pérez Rubalcaba y el señor Rato se pongan de acuerdo, y el nombre pasa? Pues sí; claro que es necesario que el nombre corresponda a una persona que reúna los requisitos señalados en la ley para ocupar un determinado cargo unas veces muy precisos: ser juez, o abogado, y otras, más etéreos: ser experto en cuestiones nucleares, o jurista de reconocido prestigio, y muchas cosas más. Pero, ¿si reúne esos requisitos, y se ponen de acuerdo los señores Rubalcaba y Rato, ya vale? Pues prácticamente sí. ¿Y los diputados? Pues los diputados votan, que para eso están. Los diputados, si son buenos diputados, confiarán en la sagacidad de sus jefes demostrada precisamente cuando a ellos los hicieron diputados. Sus jefes, así, elegirán a los mejores: ¿qué otra cosa podría ser?

Pero si el nombramiento corresponde a los diputados, ¿no podrían éstos investigar a los posibles candidatos, preguntarles por su vida y milagros, y opiniones y proyectos, para saber lo que pretenden hacer, una vez que de nombres pasen a nombramientos? Y ya se comprende que los diputados tengan fe en sus jefes, pues de lo contrario no serían diputados; pero, ¿no podrían al menos revestir el acto de cierta apariencia investigadora, no podrían someter las propuestas de sus jefes a un análisis público y contradictorio? ¿Y no podrían hacerlo, al menos, por consideración a los que ni siquiera somos diputados, y por ello no tenemos por qué confiar tanto en la sagacidad de los jefes? Pues podrían, pero no lo hacen. ¿Por qué? Pues no lo sé; supongo que es tan difícil ponerse de acuerdo que lo importante es eso: ponerse de acuerdo; lo que prevalece sobre un análisis público, parlamentario, de la mejor idoneidad de los candidatos; el acuerdo es lo importante, el contenido es cuestión menor.

. Pues entonces, ¿no sería posible que, al menos, el logro del acuerdo se hiciera imperativo por procedimientos indirectos? Ya que no tenemos la capilla Sixtina, ¿no podrían ser encerrados el señor Pérez Rubalcaba y el señor Rato, por ejemplo, en la reproducción en el Museo Arqueológico de la cueva de Altamíra, capilla Sixtina del arte rupestre, en cónclave, hasta que aparezca la fumata blanca?

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