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Reportaje:

A la sombra de Sol

La plaza de Pontejos es uno de los desvanes de la Puerta del Sol y como todos los desvanes guarda sus pequeños tesoros. El marqués viudo de Pontejos, que fue corregidor de Madrid apadrina el singular comercio de este enclave, emporio de la mercería y de la pasamanería, baúl, mundo repleto de botones y cintas, cordones y madejas, agremanes, bordados y refulgente bisutería.El marqués está representado en un escueto busto, clavado en el macizo monolito de la fuente, con sus desafiantes patillas enmarcando un rostro adusto y aguileño, con el torso desnudo en el que asoman a la altura del esternón dos incongruentes. botones que parecen clavados en su pecho. No es homenaje a la botonería que se expende en la plaza, no son botones sino remaches que sujetan su magra efigie a la hornacina. No está de más la precaución pues en una ocasión la imagen del marqués fue robada por unos desaprensivos bromistas que la devolvieron al poco tiempo. Quizá por eso el marqués tiene cara de pocos amigos, de no estar para bromas. Hoy su monumento es sin embargo uno de los más vigilados de Madrid, enfrentado a un edificio policial, de neoclásica traza y tenebrosa historia, contiguo al antiguo Palacio de la Gobernación. De este cuartel, dice Répide "es de donde ha salido tantas veces la fuerza pública para ensangrentar las calles de Madrid". La puerta de la calle del Correo, también de sangrienta memoria, sigue evocando negros recuerdos a los insumisos del franquismo que más de una vez traspasaron sus dantescos umbrales en su descenso a los infiernos dejando fuera toda esperanza.

Hoy, aunque la plaza siga sirviendo de aparcamiento asilvestrado para la flotilla policial, el mal fario empieza a disiparse. Al sol del mediodía, ante los ojos indiferentes de los guardias, una pareja adolescente se solaza y retoza a su aire sobre los escalones de la fuente del marqués, remozada y encartelada con una inscripción que adscribe el mérito de haber renovado el monumento al alcalde Álvarez del Manzano, acreedor al agradecimiento póstumo del corregidor repuesto en el centro de la plaza. Don Joaquín Vizcaíno, marqués viudo de Pontejos, fue alcalde corregidor de Madrid en 1834, fundador de la Caja de Ahorros, reformador urbano que terminó las obras del paseo de la Castellana y cambió el viejo sistema de numeración de las calles, autor de un nuevo pla no topográfico de la Villa y protector de viudas y huérfanos. La plaza puesta bajo su advocación, aunque modesta de planta y apariencia, es lugar pintoresco, histórico y estratégico, un céntrico rincón animado por un comercio de corte tradicional y galdosiano. Además de las mercerías y pasamanerías que la identifican, en sus inmediaciones abundan las librerías y las tiendas de artículos religiosos con su ingenua y barroca imaginería; casi esquina a la plaza, en la calle de la Paz, una sastrería taurina, la castiza taberna de El. Anciano Rey de los Vinos y el teatro Albéniz. Entre los numerosos fantasmas de su pasado la memoria de la célebre Posada del Peine y el recuerdo de los vendedores de periódicos que aquí efectuaban su primer reparto; noticias frescas. como el agua que manaba del pilón del señor marqués del que llegaron a aprovisionarse 91 aguadores de la

Puerta del Sol que repartían por las casas de la ciudad el apreciado líquido del arrollo Abroñigal. Hoy el agua de la fuente ni siquiera es potable como indica el correspondiente aviso.

El auge comercial de la plaza y su dedicación al género de la mercería y los tejidos viene de lejos, Mesonero Romanos habla de las tiendas de los mercaderes de la seda, paños y librerías que aquí se concentraban en abigarrada competencia con los cajones destinados a la venta de frutas y verduras. Hoy los viejos comercios decimonónicos van cayendo sustituidos por modernos e impersonales almacenes o por nuevas tiendas que tratan de conservar el aire antañón de sus fachadas y reclamos. La plaza de Pontejos sería un apacible remanso peatonal a la sombra de la Puerta del Sol de no ser utilizada como depósito de vehículos más o menos oficiales, coches y vallas convierten los dominios del marqués viudo en un incómodo laberinto por el que transitan dificultosamente expertas y neófitas costureras a la caza de complementos y realces, botonaduras y adornos, ropa de hogar y lencería. Los turistas extraviados apresuran el paso para regresar al cogollo de Sol, a la coronilla de la ciudad como la bautizara Gómez de la Serna. Aún quedan algunos escaparates ramonianos, naturalezas muertas con cañamazos de punto de cruz, reflejos mordoré y penumbras inspiradoras de fugaces greguerías. La zona de Pontejos se resiste a perder su idiosincrasia, preservada quizá por la intercesión de los innumerables santos de escayola y purpurina que se exhiben en oferta permanente tras los cristales de los comercios más devotos de la ciudad, esperando su milagroso rescate.

En los polvorientos escaparates de las librerías religiosas, ojerosas y desmelenadas videntes y sombríos profetas, pendientes de homologación por la jerarquía eclesiástica, llaman a la penitencia y a la oración en vísperas de un apocalipsis que está a la vuelta de la esquina y que ellos conocen de primera mano en su calidad de privilegiados interlocutores de las más comunicativas criaturas celestiales. Si no fuera por las destempladas bocinas de los automóviles, que suenan como clarines anunciadores del juicio final, este rincón de Pontejos pasaría por el limbo.

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