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Viaje a los bajos fondos de o Puerto Príncipe

Ramón Lobo

En la esquina de la calle del Enterramiento con la de Saint Honoré no hay presencia norteamericana. Ni un solo rastro. Las casas, pintadas con los colores del arco iris, se tienen bien tiesas, desconchadas sus fachadas por el tiempo y la miseria, agarraditas al orgullo de sus paupérrimos habitantes. Las calles están sucias, repletas de barro y basura. Es parte del Puerto Príncipe pobre, ése en el que los perros famélicos comparten tajada con ratas enormes. Ayer, a 50 metros del gran despligue multinacional, tres attachés armados (esbirros del régimen militar) bajaban chulescos, inmunes al futuro, por Saint Honoré pegando tiros a diestro y siniestro. Ellos no corrían. Delante, una muchedumbre de jovenzuelos revoltosos buscaba socorro atropelladamente detrás de las columnas azules de un café mugriento o de los troncos gruesos de árboles acostumbrados al ruido de la violencia.

Los attachés venían de la sede del Frente para el Avance y el Progreso de Haití (FRAPH), origen de los disturbios de la mañana, en la que al menos tres personas perdieron la vida. En las calles adyacentes a la de Saint Honoré iban y venían otros matones en busca de venganza. Los que no van armados de pistolones o fusiles viejos visten unos palos criminales en forma de bate con un manojo de clavos prendidos de la punta, para poder rematar mejor a sus víctimas. Educados en la universidad del crimen, han pulido en la reincidencia sus mejores artes.

Piedras contra fusiles

La gente de la calle del Enterramiento, alegre a pesar del peso del nombre, cita a los attachés como si fueran toros de lidia, con quiebros agudos de cintura y saltitos en un imaginario albero. Van armados de piedras de todos los tamaños, como en la Intifada palestina. Es una lucha desigual.Un poco más allá, cerca de la misma sede blanca del FRAPH, hay un camión carcomido por el óxido de las lluvias tropicales. Tiene los cristales rotos. Los de delante y los de atrás. No hay restos de sangre. Pero esta mañana de él huyó,, despavorido un grupo de paramilitares. "Es un camión de attachés", dice satisfecho Jacques, como quien muestra un trofeo de caza.

Los soldados estadounidenses, teóricos protectores, no han pisado las calles de las casas del arco iris, ni la miserable Cité Soleil. Allí no tienen, al parecer, misión alguna que hacer. Se contentan con parapetarse en la calle de Martin Luther King, a la sombra de los árboles. Mientras que a ras de suelo el Haití histórico, el de siempre, el de los Duvalier, hace su trabajo callado de muerte, los helicóperos dan vueltas y vueltas como buscando una aguja en un pajar. En Puerto Príncipe nadie protesta demasiado por esta absurda situación, pero las primeras voces de inquietud empiezan a surgir. "¿Cuándo nos van a proteger de verdad?", se pregunta una joven de dientes grandes y blancos. La respuesta no la tiene nadie. Ni siquiera los estadounidenses.

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