Los fondos reservados
Los fondos reservados de que tanto se habla son un homenaje a la hipocresía. Por eso, son casi una institución de hecho, si así pudiera hablarse. El gasto público está sometido a una regulación basada, bien justificadamente por cierto, en la desconfianza. Se supone que el que gasta no es muy de fiar, y de ahí los controles. Así viene sucediendo desde hace bastante más de un siglo en España.Pero hay alguna excepción a la maraña de controles. Una de ellas es la de los fondos reservados. El presupuesto contiene unas partidas en las que, frente a los principios generales, no se especifica en qué se han de gastar, sino quién las puede gastar, y, además, quedan exentas de controles contables, fuera del alcance, previo o posterior, de la Intervención, que es el control interno, y del Tribunal de Cuentas, que es el control externo; no hay que justificar la disposición concreta de los fondos.
Y esto es todo. El homenaje a la hipocresía no proviene de que se trate de excepciones a la regla universal del control, sino de que esa ausencia de control contable se establece para que no haya que llenar de luz presupuestaria y contable unas actividades que la prudencia política o la decencia recomiendan, a la vez, realizar y ocultar. Eso se llama, según mis noticias, hipocresía. O sea, una excrecencia legal de la razón de Estado. O sea, maquiavelismo un tanto vergonzante.
Se comprende que el uso que se haga de esos fondos es legal siempre en cuanto al gasto, pero puede comportar ilegalidades, directa o indirectamente vinculadas a ese mismo gasto. No hay que pensar que al pagar al confidente se vaya a hacer la retención por el IRPF, ni menos en que el confidente lo declare a los mismos efectos. Porque ese pago, para ser eficaz, tendrá que ser, supongo, secreto. Si en vez de confidente se financian por esa vía asesinos a sueldo, además de ilegalidad tributaria habrá una ilegalidad criminal. Es un hipotético caso extremo.
Pero, ¡ay!, la legitimidad presupuestaria no extiende su bienhechora mano a todos los aspectos de lo que se haga con los fondos reservados, pues la hipocresía del sistema impide dar por esa vía licencia para matar, o para evadir impuestos o para realizar actuaciones políticamente rechazables. Y por ello, quien aprueba el presupuesto no renuncia al control político, ni deroga ninguna de las múltiples leyes existentes, aunque, eso sí, la prueba queda dificultada, y eso es lo que pasa. Quien maneja los fondos sigue siendo políticamente responsable ante quien corresponda, y jurídicamente responsable ante los tribunales. A pesar de que algún tribunal, deslumbrado quizá por la luz del poder, se ha detenido ante tan sacrosanto lugar, los fondos reservados.
La doctrina de que quien actúa con fondos reservados está obligado a callar, penosa obligación ante la que el responsable tiene que inclinar su apesadumbrada cabeza, es querer transformar la hipocresía en virtud. Pero no es virtud, sino vicio necesario. El responsable podrá invocar la prudencia, el interés general, la seguridad o la desmemoria. Pero no la prohibición de hablar. Nadie le ha prohibido nada. Al contrario, le han permitido no rendir cuentas, y lo que esto supone. Le han colocado en situación, digamos, incómoda: cosas del cargo.
Observo con temor que ahora quieren regular los fondos reservados. Para evitar la hipocresía, a lo mejor legalizamos la indecencia. Lo que aún es más hipócrita. ¿Vamos a restablecer, por ejemplo, la profesión de verdugo, felizmente erradicada por falta de objeto, pero sin decirlo claramente? O cualquier otra profesión aún menos encomiable. Si molesta la doble moral, suprímanse los fondos reservados. Yo no lo haría; ¿puede el Estado vivir sin la discreción que envuelva alguna doblez?
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