"¡Dioses fuera!"
Hace algo más de tres años, en plena euforia de la doctrina Fukuyama sobre la democracia occidental como última y única doctrina de nuestro tiempo, yo traté de reunir a los presidentes Walesa, Havel, Arias y Aristide bajo los auspicios del Parlamento Europeo. Pretendía con ello que dieran su visión y versión particular de ese "triunfo de la democracia" que los reaganianos veían tan inevitable, definitivo y a la vuelta de la esquina, como vieron los marxistas el adviento de la "sociedad sin clases".En los años setenta McNamara había apuntado que se requería cierta renta per cápita -algo así como 4.000 dólares- para poder permitirse un sistema representativo occidental: una renta per cápita que vendría a ser la "condición material" de la democracia. Ahora, con la doctrina Fukuyarna, se añadía la influencia de la ideología americana como "condición espiritual" de esta misma democracia. Con ello se cambiaba el énfasis de la economía a la cultura, pero el discurso seguía siendo tan unilateral como ideológico. De ahí que yo pensara que el encuentro de mis cuatro invitados, todos ellos comprometidos en la democratización de sus países pero desde una actitud más espiritual que doctrinaria, ayudaría a dar una versión menos panoli del proceso democratizador.
El proyecto resultó un fracaso total. La reunión no llegó a producirse porque el Grupo Socialista español en el Parlamento Europeo -mi propio grupo, por así decir- lo boicot de el principio hasta que, para rematar el golpe, me expulsó de la delegación de América Latina. Fue entonces cuando decidí que no quería andar nunca más con esa gente y que la culpa era seguramente mía (como lo es hoy, sin duda, de Fernando Morán): ya decía Truman que "quien no aguante el calor y la visión de vísceras crudas, mejor hará saliendo de la cocina".
La anécdota personal es intrascendente y no merecería detenerse en ella, pero el frustrado encuentro que ahora traigo a colación no creo que haya perdido vigencia alguna. Al contrario. Esos cuatro presidentes representan de algún modo una nueva estirpe de políticos a la vez ingenuos y valerosos, capaces aún de enseñar política tanto a los viejos ideólogos como a los nuevos conversos a la democracia laica. Y capaces también de devolver prestigio propiamente político a principios o actitudes tomadas hasta hace poco como meras "virtudes privadas" o testimoniales: el respeto a la verdad, la entereza moral, el compromiso personal en las propias convicciones, etcétera.
La política ha sido la religión del siglo XX, qué duda cabe -y la democracia está en camino de convertirse en su superstición-. No se trata de la democracia que recuerda aún el impulso ético e incluso religioso que está en el principio, sin ir más lejos, de la propia democracia americana. Pero sí de la que se pretendió puramente laica, secular o value free, y acabó dotando al Estado moderno de los tradicionales atributos, tretas y recursos de la divinidad.
El propio Havel, el más laico" de los presidentes convocados, reconocía hace poco que la democracia requiere un marco de creencias sobre el orden del universo que permita trascender el puro fetichismo de la política, para "recuperar el alma local y popular frente a las ideologías vacuamente universales", tal como ha propuesto Pasqual Maragall, el más haveliano de nuestros políticos. Es lo mismo que han subrayado también otros pensadores laicos, como J. Rawls o I. Kolakowski, al argumentar que sólo un orden o convención externa al orden político permite relativizar -luego, democratizar- este orden. No es ésta, claro está, una condición suficiente para la democracia, y todas las Inquisiciones, de Torquemada a Mao, son buena muestra de ello. Pero sí parece necesario algún dios o algún mito relativamente ajeno al orden establecido (o por establecer) para que este orden no venga a constituirse en aquel Leviatán absoluto que, desde Hegel, pretendió encarnar nada menos el derecho y la moral para acabar, de hecho, monopolizando el fraude y la corrupción.
Curiosamente, es ésta una perversión que parecen haber percibido antes los movimientos populares o testimoniales que el orden político establecido al que se enfrentan. Hoy estos movimientos no piden ya la revolución ni la luna de Valencia: piden simplemente que el propio Estado cumpla sus compromisos formales y legales. Los orígenes o convicciones de estos movimientos pueden ser, como en el FIS, mesiánicos o carismáticos, pero sus demandas son cada vez más jurídicas y pragmáticas. Que el Estado deje de delinquir y empiece por cumplir la letra de su propia Constitución: esto es lo que reclaman grupos tan distintos como los zapatistas en Chiapas, los marineros de Burela o los miembros de lavalás partidarios de Aristide. Que deje de financiar ilegalmente a los partidos en el poder, de hacer trampas tanto en las elecciones como en el uso de fondos públicos, de trapichear con sus compromisos internacionales, de subvencionar malhechores de los GAL o de bombardear embarcaciones como el Rainbow Warrior.
La gente pidiendo tan sólo que se cumplan las leyes, y los Estados o Gobiernos haciendo trampas y tratando de usarlas en beneficio propio: parece que la inversión de papeles no podía ser más absoluta. Y que la tarea más urgente hoy es desmitificar y desarticular esos dioses o demiurgos políticos que pretendieron sintetizar la legalización burocrática y la carismática: una operación que habrá que llevarse a cabo al grito, una vez más, revolucionario de "¡Dioses, fuera!".
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