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Tribuna:LAS INSTITUCIONES DE BRETTON WOODS
Tribuna
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Si Keynes levantara la cabeza...

El FMI y el Banco Mundial deben plantearse un esquema de coordinación internacional adecuado a los problemas de las próximas décadas

Emilio Ontiveros

Algo más que el pronunciado contraste entre el Mount Washington Hotel de Bretton Woods, en New Hampshire, y el madrileño complejo del Ifema (sede de la 50ª Asamblea del Fondo Monetario Internacional -FMI- y del Banco Mundial) sorprendería al más acreditado de los progenitores del Sistema Monetario Internacional alumbrado, durante las tres primeras semanas de julio de 1944, en aquella ciudad residencial de New Hampshire. Con mayor satisfacción contemplaría hoy John Maynard Keynes cómo se han multiplicado los 44 países que estuvieron representados en aquella conferencia, en cuya sesión inaugural insistió en la necesidad de que esas dos instituciones gemelas allí concebidas pertenecieran a todo el mundo y procuraran el bienestar general, "sin temer ni favorecer interés particular alguno". Intenciones solemnes que Harry Dexter White -aquel ayudante del secretario del Tesoro estadounidense que desde 1942 contrapuso con éxito sus ideas y las de su Administración sobre el diseño del nuevo orden monetario de posguerra a las del más prestigioso economista del momento, en su condición de representante de los intereses británicos- escuchó, probablemente, con un distanciado escepticismo, sabedor de la necesidad que los aliados tendrían del apoyo de su país: de aceptar una hegemonía consecuente con el fortalecimiento con que la economía estadounidense saldó el conflicto.Ninguno de los dos vivió lo suficiente (Keynes murió el 21 de abril de 1946 y White tres años más tarde) para verificar que la reconstrucción demandaría más tiempo y recursos financieros que los inicialmente previstos, demorando la aplicación efectiva de los acuerdos de Bretton Woods y la consiguiente entrada en funcionamiento de sus instituciones. En menor medida pudieron llegar a sospechar las implicaciones asociadas a la creación de ese patrón dólar oro en que fundamentaron el sistema de tipos de cambio. La recuperación a finales de los cincuenta de la capacidad, de exportación de los países europeos, la expansión en el exterior de las empresas americanas y la sangría originada por los conflictos bélicos en que se vio envuelto Estados Unidos conduciría, en agosto de 1971, a la manifiesta incapacidad de la Administración de Estados Unidos para garantizar la convertibilidad de su moneda en oro, anticipando con ello el colapso del sistema de Bretton Woods y dando paso a la flotación libre de los tipos de cambio de las principales monedas. Tampoco saldría de su asombro el barón Keynes de Tilton al observar cómo la ruptura de esa disciplina cambiaria, pieza esencial en los acuerdos de 1944, no ha llevado consigo la desaparición de la institución encargada de su supervisión, el FMI, inmersa desde entonces en una seria crisis de identidad, tratando de conseguir la capacidad de adaptación necesaria pata legitimar su existencia en un mundo bien distinto al que presidió su nacimiento.

Sería decepcionante que esa liturgia huera y atemporal que ha presidido las celebraciones de las asambleas del FMI durante los últimos años se reprodujera la próxima semana en Madrid. Que concluyera ese cónclave sin apenas referencias a la inadecuación de esas dos instituciones a la realidad económica y financiera internacional de nuestros días: sin tratar de anticipar, como hace más de cincuenta años lo intentaron Keynes y White, un esquema de coordinación internacional adecuado a los problemas que ya emergentes se plantearán en toda su extensión en las próximas décadas.

La amplia movilidad internacional de los capitales -el crecimiento de la actividad de los mercados financieros, su aplastante dominio sobre las vías de financiación del FMI y del Banco Mundial, su elevado grado de integración internacional y las restricciones que imponen sobre la autonomía de las políticas monetarias de los países- y el abandono de los sistemas de organización de las economías basados en la planificación central, son dos de los exponentes que con mayor elocuencia reclaman, cuando menos, una redefinición de las tareas y de la dimensión de esas dos burocracias. Desde hace 20,años ambas instituciones están inmersas en una suerte de lucha por la supervivencia de, la que no ha podido excluirse la asunción indiscriminada de funciones, duplicadas en unos casos y de dudosa eficacia en otros. El FMI, sin sistema cambiario que supervisar, ha pasado a suministrar asistencia técnica y todo tipo de apoyo financiero a países en desarrollo y, más recientemente, a los que afrontan la transición a sistemas basados en el mercado, asumiendo funciones más próximas a las del Banco Mundial. El empeño de su director gerente, Michael Camdessus, en conseguir de los países miembros una nueva asignación de derechos especiales de giro (activos de reserva) parece responder a la pretensión por consolidar esa expansión funcional invadiendo cometidos propios de una agencia para el desarrollo. El Banco Mundial, por su parte, ha visto cómo la relevancia de sus funciones como banquero ha quedado desplazada por los prestamistas privados en aquellos países con suficiente solvencia, mientras ha sido incapaz de promover la inversión hacia los países más pobres. Sus principales accionistas, mientras tanto, no aciertan a conciliar sus prioridades: la promoción a ultranza de los sectores privados de las economías, defendida fundamentalmente por Estados Unidos y Reino Unido, y la atención a los países más pobres y a los problemas medioambientales, más próxima a las preferencias del resto de los países europeos.

La obsolescencia de esas instituciones es denunciada por la mera convocatoria de esa reunión del Grupo de los Siete (Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia y Canadá), que de forma. diferenciada tiene lugar desde hace años en las vísperas de la asamblea del FMI del Banco Mundial, vaciando prácticamente de contenido relevante las reuniones subsiguientes. Más allá de las objeciones que se han formulado a su composición, en una situación de manifiesta alteración del peso específico de las economías, no faltan apoyos empíricos para cuestionar seriamente la capacidad de ese grupo para articular esquemas de coordinación y cooperación económica internacional cuando las circunstancias lo han exigido. Una constatación tal es la que justifica propuestas como las formuladas por ese grupo de expertos independientes constituidos en la denominada Comisión Bretton Woods. Encabezados por el ex presidente de la Reserva Federal Paul Volcker, defienden la asunción urgente por el FMI de tareas específicas de coordinación de las políticas macroeconómicas, el diseño de un sistema de tipos de cambio que garantice una mayor estabilidad y la desaparición del G-7: la integración de sus deliberaciones en el seno de un nuevo FMI. Una institución verdaderamente ecuménica capaz de garantizar la coordinación y cooperación internacional que demanda una economía crecientemente globalizada.

En ausencia de señales que manifiesten claramente esa voluntad de reforma, ni siquiera Keynes, si levantara la cabeza, tendría humor para celebrar ese medio siglo transcurrido desde la Conferencia de Bretton Woods; más aún si se termina enterando de que el terco Harry D. White, poco antes de morir, fue acusado de comunista por el Comité de Actividades Antiamericanas.

Emilio Ontiveros es catedrático de Economía de la Empresa.

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