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Ciencia y farsa

En este principio de curso se acumulan las ofertas de coleccionables, libros, vídeos y revistas sobre temas científicos unas veces, seudocientíficos otras. Así conviven en alegre batiburrillo las publicaciones sobre astronomía, biología o informática con otras que se proponen explicar lo inexplicable en base a supuestos conocimientos inalcanzables para la ciencia oficial.A lo dicho se añaden los programas de televisión que analizan y divulgan fenómenos tales como la combustión espontánea de personas, los alienígenas, los viajes astrales, la influencia de los planetas, la adivinación del porvenir y otras lindezas por el estilo.

Dichos programas, normalmente en horas de máxima audiencia (el negocio manda), atraen la atención del público, maleducándolo en un relativismo según el cual todo vale; la ciencia no sería más que una de las posibles aproximaciones al conocimiento, no la más fiable, desde luego, en competencia con otras menos engorrosas y de mayor alcance.

La ciencia no está en condiciones de contestar a todas las preguntas que uno puede plantear, eso por descontado. Sobre todo porque muchas veces esas preguntas ni siquiera tienen sentido, pero incluso en las que lo tienen es obvio que no siempre puede ofrecernos una respuesta. La ciencia avanza lentamente, sometiendo sus conclusiones a la siempre trabajosa y desagradecida prueba de la verificación experimental, al escrutinio de la comunidad científica y a la certeza de que sus conclusiones son siempre aproximadas y provisionales. No existe eso que se llama ciencia alternativa; existen ideas nuevas e hipótesis emergentes que, una vez contrastadas, son abandonadas o pasan a formar parte del acervo científico del momento.

Pero, a cambio, los conocimientos que proporciona son fiables. Y al contrario de la seudociencia, tanto esos conocimientos como las técnicas basadas en ellos son accesibles al común de los mortales, independientemente de su estado anímico o de sus creencias. Cualquier persona, incluso la más desconfiada o descreída, puede repetir un experimento o verificar una predicción si es convenientemente instruida; o puede utilizar un avión o una batidora eléctrica, incluso si no cree en la electricidad o le parece imposible volar en un armatoste metálico.

No cabe duda de que la ciencia ha influido grandemente en nuestro mundo. No sólo a través de sus aplicaciones,, que han modificado por completo nuestras vidas, sino también conformando una visión del mundo físico y del universo de una gran ambición intelectual y de una belleza inesperada para muchos en una disciplina dura.

Por eso resulta paradójico el auge de la seudociencia y la confianza del público en farsantes y charlatanes. Sin duda, ello responde a razones objetivas efectos indeseables de la ciencia, que lo son en rigor de sus aplicaciones, incomodidad ante problemas sociales o medioambientales no resueltos, actitud desdeñosa de muchos científicos para con el público en general o falta de educación suficiente en lo que es el rigor intelectual. Asuntos todos que requieren, de más ciencia, en sentido amplio, y no de menos.

Sea como fuere, el caso es que el ciudadano que ve la televisión, está familiarizado con los aviones, ha vacunado a sus hijos, toma antibióticos, S e ha hecho una radiografía, compra en grandes almacenes que leen el código de barras con ayuda del láser, está fascinado por los dinosaurios o hace graciosas metáforas de agujeros negros, sigue siendo fácil presa de los trapisondistas.

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