Cuando Ruge...
Hubo este verano un sublime atardecer de tormenta que colocó Madrid al borde de un colapso metereológico. Debió de ser ya en agosto, y la lluvia cayó con tal intensidad que su cortinaje desdibujó el mundo entero durante casi diez minutos. Aquel día, los cielos se abrieron en tempestad, la atmósfera se tomó opaca y el viento arrancó de cuajo un semáforo, que no alcanzó a nadie porque nadie transitaba por la calle; en mi barrio, por lo menos. Días grandiosos, pues, en los que las aceras y los parques permanecían desiertos ofreciendo por sí mismos una amplitud inaudita, y en los que el simple hecho de esperar en la parada del autobús constituía un acto íntimo y personal, reservado en exclusiva al experimentador. Hasta los periódicos se dirían más delgados.Era, ya digo, por agosto, y las tardes se sucedían largas y cálidas, ajenas a su estridencia habitual. Olía mejor, se podía pensar, era fácil recordar, corría de noche un silencio hondo, y hasta José María García estaba de vacaciones. Pero todo lo bueno, sí, acaba de morir; y los temibles pieles quemadas han comenzado a llegar y a pervertir un año más el paraíso. Sus hordas han tomado las calles con una estrategia bien definida: dejando el coche en doble fila, formando colas en la panadería, saqueando el supermercado o agotando con la Visa el efectivo de los cajeros automáticos. Y no sé si se me nota, pero desprecio a estos sujetos. Me caen mal, quiero decir; y me niego por tanto a seguir tolerando su comportamiento. Porque es muy fácil pretender ser nómada y sedentario simultáneamente, y exigir al tiempo derechos en ambas comunidades. Como mi amigo Mañueco, sin ir más lejos, del colegio, que era del Madrid, del Inter o del Benfica, dependiendo de quién ganara la Copa de Europa.
Y otra reflexión: si al menos estos ceporros llegaran frescos, relajados o sonrientes, aún se podría discutir la conveniencia o no de sus vaivenes. Pero nada de eso: los pieles quemadas brotan a mala leche, finalizando agosto, a millones, torvos y mohínos, algunos bastante chulitos, y lo peor: con cierta tendencia a participamos sus temibles relatos playeros. Quede claro, en consecuencia, que escatológicamente hablando han perdido sus prerrogativas, y que su lugar natural ya no es Madrid, ni la costa, ni cualquier otro punto exterior, sino esa franja ambigua y sin filiación llamada limbo. Por todo ello, insisto, se hace necesario combatirlos. Y así como Charlton Heston, con notable decisión, supo hacer frente a las termitas en Cuando ruge la marabunta, no estaría de más que por aquí iniciásemos un movimiento de defensa similar. Tomemos medidas, sugiero. Identifiquemos al intruso, camaradas. Etiquetémoslo. Hagámosle la autopsia. Sí, cierto, son muchos; y además saben camuflarse muy bien entre los ciudadanos de honor. Pero hay tics que les delatan sin remedio. Sus topicazos, por ejemplo, referidos habitualmente al tráfico o al insufrible ruido que ellos mismos han provocado con su llegada. Sus gritos, sus tonterías en general, su estilo amargo; detalles en fin que un instinto pulido identifica al momento y con precisión. Son ellos, sí; ya están aquí y no perdonan. Propongo por tanto la creación de un comité de urgencia que arbitre una normativa destinada a zanjar estos abusos. Quizá una brigada provista de aerosoles imborrables, cuyos agentes marcarían el capó de los automóviles que abandonaran o llegaran a Madrid, así como a todos y cada uno de sus ocupantes. O tal vez la emisión de unas cédulas de identificación personal en las que quedara reflejado cuántas veces, y por qué razones, su poseedor ha salido de la ciudad; o, en su caso, si ha permanecido aquí, leal al adoquín urbano.
Pero hasta que llegue ese momento, una imagen perdurará cada septiembre: la de un individuo aniquilado, llorando en una esquina, con la cabeza caída sobre el antebrazo y sacudiéndose de dolor. Y que nadie se acerque a él: es un hombre al que le han arrebatado la paz, un vengador, y se ha vuelto peligroso. Porque añora el mes de agosto y mataría por recuperarlo. Está bien: soy yo, lo reconozco, aprisionado entre humanos, fuera de servicio, recordando una tormenta.
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