Carlota Fainberg último capítulo
RESUMEN. Camino de Buenos Aires, Claudio ha conocido en un aeropuerto a Abengoa quien le ha contado cómo, hace unos años, conoció en el Town Hall, un decrépito hotel porteño que en tiempos debió ser de lujo, a la fascinante Carlota Fainberg con la que pasó una magnífica noche de amor. Ya en Buenos Aires, y tras una desagradable discusión el acerca de Borges con la profesora Ann Gadea Simpson Mariátegui, Claudio va al Town Hall. Se entera de que el dueño acaba de morir y que el hotel se cierra al día siguiente.
Relato de Cuando volví a la barra me di cuenta de algo que absurdamente no había advertido hasta entonces: el camarero y ascensorista estaba borracho. Tenía los lacrimales enrojecidos y se rascaba sin ceremonia el cuello de la chaqueta roja y el mentón oscurecido de barba. Se había servido otro scotch y fumaba mascando el filtro del cigarrillo. Con un gesto más bien disgusting de camaradería me indicó agitando la botella que le acercara mi copa. Antes, en el comedor, al oír que me llamaba, yo me había vuelto en dirección a la barra, y cuando miré otra vez hacia Carlota Fainberg ya no la vi. No había nadie sentado a la luz de la vela falsa. Hubiera querido ir a buscarla, pero no me atrevía. Soy de esas personas que viven intimidadas por los subalternos. El ruido de la aspiradora se escuchaba ahora muy fuerte: una mujer encorvada y muy vieja la manejaba entre los butacones del salón.-Perdone el señor que lo llamara tan fuerte -dijo el camarero, aunque sin el menor tono de disculpa- Pero es que todas las dependencias del hotel, salvo las de servicio, están selladas por orden judicial. Se lo llevarán todo, todos los muebles, las alfombras, todos los recuerdos del patrón y de la señora Carlota.-
_¿Quién? -dije, haciendo como que no había oído bien.
-La señora Carlota, la esposa del patrón, el señor Matías Fainberg. El Fangio de la hostelería rioplatense, le llamaban...
-¿Puede decirme cómo era?
-Y, cómo no, ¿al señor le interesa el personaje? Alto, con su pelo blanco, con sus lentes que lo hacían tan serio. En cuanto apretaron los malos tiempos al señor Fainberg no le importó cambiarse el saco de patrón por la casaca de recepcionista... ¿Quiere creer que fuera de nosotros muy poca gente sabía que él era el dueño? Yo lo miraba y pensaba: al patrón en cuatro lustros no se le acabó el velorio. Porque de entonces a acá se torcieron las cosas y el Town Hall nunca volvió a ser ni sombra. Pero si me pone esa cara de pena el señor no le sigo contando. ¿Tomará otro traguito, otra copita, como dicen ustedes en España? Lindo país el suyo. Mis viejos vinieron de allá.
El camarero llenó las dos copas: las llenó tanto que al chocar la suya con la mía en una especie de incongruente toast hizo que las dos se derramaran un poco.
-La muerte de la señora Carlota -continuó, después de chasquear groseramente la lengua y de limpiarse la boca con el dorso de una mano. Observé que tenía anchos ribetes de mugre en las uñas-. Eso fue lo que acabó con el patrón y con el hotel. Vino en todos los diarios, noticia de primera página. Antes de casarse con el patrón y de abandonar su carrera, la señora Carlota había sido, una estrella del teatro en Buenos Aires. Aún me acuerdo de ver cuando chico su cara en los cartelones de la calle Corrientes. Pero se enamoró del patrón y lo dejó todo por él. Linda historia de amor, ¿no le parece?
Sin darme cuenta yo había agotado mi copa: el camarero la volvió a llenar. El ruido de la aspiradora estaba ahora mucho más cerca, a mi espalda. Se interrumpió de golpe y me volví. La criada que había estado manejándola me miró con expresión interrogativa, con un cierto descaro. Llevaba una cofia y un delantal, que sin duda pertenecían a la época de la construcción del hotel, y de la aspiradora. Nos miraaba con perfecta impasibilidad, lo cual a mí me ponía un poco nervioso, pero no afectaba al camarero, que siguió hablándome como si la mujer no existiera.
-Pero las grandes historias de amor nunca acaban bien, ¿no es cierto? En cinco años todo terminó. Yo aún no trabajaba acá, pero me lo contaron después.
-Se mató en el ascensor, ¿verdad? -dije con una vehemencia que cabe en parte atribuir al scotch- Hubo algún fallo, y cayó desde uno de los pisos altos...
-Desde el piso quince -el camarero me miraba con extrañeza, incluso con algo de recelo-. Acababa de salir de sus aposentos, que estaban donde después estuvo la suite nupcial. No encontró al ascensorista de servicio, o quiso manejar ella sola el aparato, y créame ' se lo dice un profesional, no es una tarea tan fácil como el público piensa... Créame si le digo que le tomé cariño al aparato, me da congoja pensar que va a perderse. El último ascensor manual de Buenos Aires. Como dijo un diario de entonces, fue el ataúd de la señora Carlota.
-Él la mató. Él trucó el mecanismo para que ella se matara.
El camarero y yo tardamos un instante en damos cuenta de dónde y de quién procedía la voz, tan neutra como una de esas voces informativas de la radio. Me volví y la mujer de la aspiradora permanecía en la misma posición que unos minutos antes, y al principio soportó en silencio nuestras dos miradas. Era pequeña, un poco encorvada, una de esas mujeres de otros tiempos, que llegaban a la vejez con la columna vertebral y las rodillas destrozadas por el trabajo doméstico. Cuando volvió a hablar sólo me miraba a mí: me daba miedo el brillo y la intensidad de sus ojos.
-Ahora que está muerto el patrón y que el hotel lo van a derribar ya no importa decirlo -en el habla de la mujer reconocí con agrado la dureza del acento español- El señor Fainberg estaba loco por ella, pero a Carlota él no le importaba nada. Yo la conocí bien: era su asistenta en el teatro, y cuando se retiró y se casó con Fainberg me trajo con ella. Al poco tiempo se aburrió y empezó a decir que por culpa de aquel hombre había- renunciado a su carrera. Mentira, sabe usted. Su carrera estaba terminada, y por eso. se casó con él, para asegurarse una posición. Y durante los cinco años que vivió después no paró de engañarlo. De mí no se ocultaba: se ofrecía a los clientes. Se iba a la habitación con cualquiera de ellos y el patrón andaba por los pasillos buscándola, y me sacudía a mí, para que le dijera dónde estaba, y algunas veces la llegó a sorprender con un amante y entró en la habitación y lo expulsó a él a patadas, imagine la vergüenza, el escándalo. Yo andaba siempre cerca, por si ella me necesitaba. A mí no me trataba mucho mejor que a su marido. Tenía la cabeza llena de humo, creía que todavía era una gran actriz de Buenos Aires, y el público ya la había olvidado. Una mañana la vi salir de la habitación de un gringo con el que había pasado toda la noche, en el piso quince. Desde el pasillo se oían de madrugada las risas de los dos, los gritos de ella. El ascensor estaba abierto justo en aquella planta, y no había ascensorista, mire qué casualidad. A la señora Carlota le gustaba manejarlo ella sola. La vi entrar en el ascensor y un minuto después ya estaba muerta. Y ahora da todo lo mismo. Lo que deberían hacer es encerrarnos a todos nosotros en el hotel antes de que empiecen a derribarlo.
La mujer dejó de hablar pero no de mirarme. Tuve un ligero escalofrío al descubrir que me había quedado solo con ella: recordé con vaguedad que mientras la escuchaba sonó un timbre y el camarero se marchó, quitándose la chaquetilla roja. Yo dejé mi vaso vacío sobre la barra e intenté algún gesto que aliviará la situación, encogerme de hombros o sonreír. Me acordé de Abengoa, pensé con extrañeza en las calles nocturnas que encontraría cuando saliera del hotel, en la mirada invitadora y lúbrica de la mujer rubia a la que ya no estaba seguro de haber visto.
-Usted la siguió viendo -dije, pero la mujer no pareció escucharme-. Usted la ha visto hace un rato en el comedor, ¿verdad? Haciéndome un guiño, pidiendo fuego, como haría con los clientes cuando estaba viva.
-Tiene que irse de aquí -la mujer inesperadamente volvió a conectar la aspiradora, y al inclinarse para limpiar con ella un tramo en la extensión inmensa de la alfombra fue otra vez una criada vieja y menuda, trivial y algo patética, sin misterio ninguno, y era como si hubiera sido otra- la mujer que había hablado hasta entonces- Tiene que marcharse enseguida.
Salí del hotel y buscando un taxi me encontré en los jardines de la plaza de Mayo, frente a la fachada con columnas de templo pagano de la catedral, en la que ardía, sobre un pebetero, la llama funeraria dedicada al general San Martín. Sólo el brillo movedizo del fuego iluminaba el atrio de la catedral. Eché a andar hacia las luces de la avenida de Mayo: era viernes por la noche y no había mucho tráfico, ni gente en la plaza. El sonido cercano y nítido de unos tacones sobre la acera me hizo volverme: a la luz de la hoguera de San Martín vi a una mujer alta, morena, con pantalones y gabardina, que vino hacia mí sosteniéndome tranquilamente la mirada y luego pasó a mi lado y se alejó con una gracia enérgica. Eso me hizo pensar de nuevo en Abengoa, en su dictamen entusiasta sobre las mujeres porteñas.
El domingo tomé un vuelo de regreso hacia Pittsburg. En apenas una semana la nieve había desaparecido. En las praderas del Humbert College el césped resplandecía al sol con un verde fuerte y luminoso y todo el aire estaba perfumado de savia. Nada más llegar a mi despacho de Humbert Hall, Morini, el chairman del departamento, me dio la noticia. Para la plaza de full professor a la que yo aspiraba han contratado a Ann Gadea Simpson Mariátegui. A finales de mayo, cuando termine el semester, viajaré a Madrid. Entre unas cosas y otras hace tres años que no voy. Tendré que mirar en mis papeles a ver si no he perdido la tarjeta de Marcelo Abengoa.
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