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Choque de poblaciones

Enrique Gil Calvo

Este verano se estila criticar con algún retraso la idea lanzada por Samuel Huntington sobre el choque de civilizaciones (en su artículo de la revista Foreing Affairs aparecido ya hace un año), y lo que se reprocha al ilustre autor es un cierto idealismo, en la medida en que contradice el punto de vista dominante entre socialistas o liberales de que todo conflicto social, incluidos los internacionales, tiene que tener raíces socioeconómicas: ya sea la lucha por la riqueza o la lucha por el poder. Pero Huntington, desarmando las profecías sobre el fin de la historia que celebraron 1989, anticipa la proximidad de incipientes conflictos geoestratégicos que ya no estarían causados por la pugna entre sistemas económicos o ideologías políticas, sino entre lo que él llama civilizaciones, entendidas como sistemas culturales incompatibles entre sí a causa de su recíproca intransigencia religiosa. Así, la llamada guerra del siglo XXI (por utilizar el título de un autor como Thurow) opondría esta vez a la cristiandad occidental frente al desafío que van a plantearle un ascendente confucianismo oriental y, sobre todo, el belicoso fundamentalismo islámico.Un colega no menos ilustre como Daniel Bell le ha reprochado en estas páginas un cierto catastrofismo, acusándole además de contradecirse, pues en su último libro (La tercera ola) Huntington pronosticaba, en cambio, el avance de una ola democratizadora que desde su epicentro occidental comenzaría a extenderse por continentes vecinos. No obstante, en esto no parece fundada la crítica de Bell, pues ya en ese libro Huntington hablaba de que a cada ola democratizadora le seguía cíclicamente otra contraola antidemocrática, y él se temía que la tercera ola de democratización, iniciada en Portugal en 1974, habría ya terminado, por lo que parecería inminente una tercera contraola. Y cuando al final de su libro se interroga Huntington en 1991 cuál puede ser el futuro de la democracia, se muestra muy escéptico, pues no la considera exportable fuera del cristianismo. Para él, la democracia se originó en el caldo de cultivo del protestantismo, y sólo pudo extenderse hacia los países católicos (a partir de 1975) cuando se produjo su aggiornamento, tras el Concilio Vaticano II. Por eso Huntington cree dudoso que la democracia sea posible en el confucianismo asiático (poniendo como prueba no sólo la plaza de Tiananmen, sino, sobre todo, la evidente corrupción de la seudodemocracia japonesa) y, desde luego, mucho menos todavía en los países islámicos.

De modo que, pese a Bell, cabe reconocerle a Huntington una indudable constancia en su etnocéntrico pesimismo religioso. Pero de profundizar en su argumento habría que ser más pe simistas aún. ¿Es compatible el catolicismo con la democracia y la modernización? El Concilio Vaticano II, que pareció generar un efímero aggiornamento, pudo ser nada más que un espejismo pasajero. Así lo probaría la inestabilidad de la democracia en toda Latinoamérica y, sobre todo, su gravísima corrupción en el católico sur de Europa. Y así lo demuestra la reciente evolución del Vaticano hacia una teocrática ideología preconciliar que se opone frontalmente a conquistas esenciales como el libre albedrío y la autodeterminación personal. Y donde más se reconoce esta regresión integrista del Vaticano es en materia de libertad de convivencia y derechos familiares, con grave misoginia y persecución inquisitorial de las relaciones camales no reproductoras.. Tanto es así que está creciendo claramente la distancia que separa el catolicismo del protestantismo, aproximándolo hacia el fundamentalismo islámico. El paso más reciente de esta escala da hacia el oscurantismo es el alineamiento del Vaticano junto con el islam en su común condena del documento presentado por la ONU en la Conferencia de El Cairo sobre Población y Desarrollo, tratando de boicotearla con la falsa acusación de promover el aborto como método anticonceptivo al servicio de un presunto imperialismo demográfico occidental esgrimido contra el Tercer Mundo. Esta burda manipulación no sólo es una infamia, sino, además de tener éxito en su intento de sabotear el control de la natalidad, un crimen de lesa población.

Así que Huntington puede llevar más razón de la que él cree. ¿Quiere esto decir que hay que aceptar el inminente retorno de las guerras de religión? No lo creo, pues me resisto a admitir que la teología tenga tanto efecto sobre la realidad: buena prueba es que los católicos del sur de Europa, a pesar de todas las admoniciones vaticanas, ostentan el récord mundial en materia de caída de la natalidad. Sin embargo, algo hay de cierto en esa amenaza de choque conflictivo entre Occidentales y no occidentales: sólo que, para no caer en el idealismo, yo no lo llamaría choque de civilizaciones, sino choque de poblaciones, entendiendo por ello su incompatibilidad en materia económica y, sobre todo, demográfica. Se trata de un problema ecológico en definitiva, pues la especie humana no puede seguir creciendo al ritmo actual. Por tanto, para que sea posible el desarrollo sostenible, los humanos debemos controlar agregadamente nuestra fecundidad global. Hasta ahora, esto sólo se ha logrado en Occidente, pero no basta, pues el llamado Tercer Mundo continúa creciendo insosteniblemente. Pero todos navegamos a bordo del mismo planeta, y alguien (la ONU u Occidente) debe responsabilizarse del control global de su población para no ser víctimas corresponsables del mismo suicidio común. En suma, el conflicto maltusiano a gran escala entre la exigua población que autocontrola su fecundidad y la mayoritaria que no lo hace (al menos en medida suficiente) parece hoy por hoy inevitable, pues en él reside la causa tanto de las disparidades materiales (dada la trampa de la pobreza en que está encerrado el Tercer Mundo, al ser imposible que su economía crezca tanto como su población) como, sobre todo, de sus repercusiones sociales y políticas: migraciones, nacionalismo, xenofobia, fundamentalismo integrista, etcétera. Pero esto no quiere decir que ese conflicto haya de ser inminente ni que tenga por qué agudizarse hasta degenerar en abiertos choques indeseables, según el desgraciado ejemplo de anteriores conflagraciones internacionales. Por el contrario, podemos aprender a resolverlo civilizadamente para que así no haya choque belicoso de civilizaciones, sino sólo conflicto civilizado entre poblaciones. Afortunadamente, existen indicios para pensar que puede ser así, pues, por primera vez en la historia, este conflicto no va

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Choque de poblaciones

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a ser protagonizado por los agresivos varones (hasta ahora, única carne de cañón en todas las guerras económicas, políticas y militares), sino por las pacíficas mujeres. En efecto, como bien señala el documento de la ONU, la fecundidad de las poblaciones depende del comportamiento de las mujeres, que son las que tienen y educan hijos.

El problema reside en que, al igual que los soldados masculinos de las guerras políticas o económicas están obligados a obedecer a sus mandos superiores, también, las mujeres de las poblaciones premodernas están obligadas a obedecer con su comportamiento reproductor a los hombres que las dominan: sacerdotes, padres, hermanos, maridos... Cuándo dejar la escuela y el trabajo, cuándo y con quién casarse, cuándo (y durante cuánto) tener hijos...: son decisiones que escapan a su control, pero que al agregarse determinan su elevadísima fecundidad poblacional. En cambio, las mujeres occidentales de las poblaciones desarrolladas, gracias a la escolaridad y a su traba o asalariado, han conquistado ya su independencia personal, y no obedecen a ningún superior masculino. Por eso, para ellas los hijos no caen del cielo, sino que asumen solas la responsabilidad de decidir por su propia cuenta si tener o no tener hijos; y en aquel caso, cuándo, cuántos, con quién y cómo tenerlos. Sólo gracias a esta independencia femenina de juicio, y no al consejo eclesiástico (pues católicos y protestantes son igualmente pronatalistas), pudo descender la fecundidad en Europa como lo ha hecho, dado que las mujeres que disponen de autocontrol y libertad de elección suelen preferir pocos hijos educados por amor antes que muchos y mal educados por obligación. Así, en esta especie de guerra demográfica que nos aguarda, el verdadero choque se dará entre las poblaciones que reconocen plenitud de derechos personales a sus amazonas y aquellas otras que no lo hacen todavía. El resto es teología, que aquí parece sobrar.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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