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Tribuna
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Carlota Fainberg

Antonio Muñoz Molina

Abengoa era un yacimiento de sexismos verbales, un arcaico depósito sedimentarlo del idioma español (y de las ideologías de dominación implícitas en él) con el que yo me había topado en el aeropuerto de Pittsburg, aislado no se sabía para cuánto tiempo por la snow storm más tremenda del siglo, según repetían con victorioso entusiasmo los weather men (y women) de la televisión. ¿Cuántos años habían pasado desde la última vez que yo oí hablar de, comillas, una tía de caerse de espaldas, sic? ¿Diría también Abengoa que estaba como un camión o como un tren? Dijo que tenía una melena rubia, un traje de chaqueta oscuro ancho en los hombros y muy ceñido a la cintura y a las caderas, unos tacones que la hacían aún más alta, "aunque sin la menor necesidad", unos ojos rasgados y pintados que se fijaron enseguida en él al mismo tiempo que sus labios le sonreían sin reserva ninguna, la típica sonrisa de la mujer porteña, me anunció, como quien le anticipa las maravillas de un país al viajero que se dispone a visitarlo por primera vez.-Pero no la vi más que unos segundos -prosiguió, right to the point, ajeno a toda incertidumbre, a todo sobresalto teórico-. Porque vino un apagón y yo no tenía mechero ni cerillas, justo un poco antes me había quitado del tabaco, el cuatro de abril, ahora ha hecho cuatro años.

Dio unos pasos en la oscuridad y rápidamente se sintió perdido: su acendrado miedo al ridículo -otro rasgo arqueológico de españolidad- le impedía pedir auxilio, llamar a la mujer para que le ayudara a orientarse. Pensó en el hueco de las escaleras y en el del ascensor, en los quince pisos de profundidad que podrían abrirse ante él si daba un mal paso. Entonces volvió la luz y se encontró paralizado y absurdo enmedio del pasillo, y ya no vio ni rastro de la mujer que lo había mirado tan prometedoramente hacía unos segundos.

-Claudio ¿tú estás casado? -dijo de pronto.

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-Lo estuve -creo que no pude evitar un gesto de desagrado o de melancolía al responderle.

-Pues entonces comprenderás lo que voy a decirte: los hombres, Claudio, no tenemos enmienda. Yo no sé éstos de aquí, pero lo que es a nosotros, los latinos, los españoles, no hay quien nos corrija. Un minuto antes yo estaba sintiéndome solo en la habitación del hotel y pensando en las ganas que tenía de que llegara Mari Luz. ¿Te había dicho que mi mujer se llama Mari Luz? Pues eso: Buenos Aires, el tango, la segunda luna de miel y tal. Bueno, pues vi a la rubia en la puerta de aquella habitación y me olvidé completamente de Mari Luz, peor todavía, Claudio, para que no digas que te oculto nada, me puse a calcular las horas que me quedaban para intentar beneficiarme a la rubia antes de que Mari Luz llegara a Buenos Aires en el vuelo del día siguiente.

No había remedio: aquel hombre, Abengoa, era incapaz de callarse nada, no por simpatía hacia mí, ni por necesidad de confiarse a alguien, sino por la pura urgencia española de hablar con quien sea, o de pegar la hebra, como dice siempre mi colega C. W. Wayne, de Lincoln, Nebraska, que es un enamorado de Delibes, hasta tal punto que en invierno lleva boina, y no gorro de nieve, y está teniendo problemas en el departamento, radicalmente non smoking, por su afición a fumar picadura.

-Las cosas como son, Claudio, yo me conozco: no tengo remedio, si se me cruza una mujer que me gusta no paro hasta tirarle los tejos, y nunca me doy por vencido antes de presentar batalla, como si dijéramos, que es lo que les pasa a la mayoría de los hombres, que se rinden sin luchar, sobre todo ahora, que hay tantos como amariconados, con esos pendientes y esas coletas que se dejan...

Hacía un rato que era noche cerrada y ya no soplaba el viento. La nieve caía muy tupida, suave, vertical, y a la luz de los grandes reflectores se distinguían algunos aviones inmóviles en las pistas de aterrizaje. Tenía hambre, y le ofrecí a Abengoa uno de los whole wheat sandwiches que me había preparado en casa antes del viaje. Comió con agradecimiento y voracidad, y yo creo que la euforia del lunch le animaba a continuar más enérgicamente su relato. Si en ese momento hubieran anunciado la salida de su vuelo o del mío estoy seguro de que se habría sentido disappointed. ¿Pero no me habría ocurrido lo mismo a mí? ¿No es el texto, y sobre todo el texto oral, un territorio cómplice?

-Me armé de valor y llamé a su puerta, pero no me contestó nadie. Entonces pensé que a lo mejor me había equivocado, porque no se veía luz. Rondé un rato el pasillo, por si acaso la puerta de su habitación era otra, pero no vi ni oí nada, y además una criada vieja, una mucama andaba por allí con una aspiradora y mirándome raro, así que llamé al ascensor para bajar al vestíbulo. Tardó una eternidad en subir, y cuando el ascensorista abrió y volvió a cerrar la cortina metálica y le dio a aquellos botones y manubrios tan antiguos la caja se movía de una manera muy brusca, como desplomándose y parándose luego, y todo crujía y gruñía, ya sabes, como esos armatostes antiguos, y yo pensaba, estoy a quince pisos de altura, verás como haya un corte de luz o este tío se equivoque de palanca...

-No se preocupe -dijo el ascensorista-. En sesenta años esta maquinaria sólo ha fallado una vez.

Por aprensión no quiso preguntar cuándo, ni con qué consecuencias. En el lobby vio con cierta sorpresa que había dos o tres personas junto al mostrador de check in. Recorrió el bar, que era inmenso y estaba en penumbra, y tenía anchas columnas blancas cuyos capiteles se perdían en las oscuridades del techo y arañas tremendas que él sentía gravitar sobre su cabeza como si estuvieran a punto de caérsele encima. En la barra, un barman con smoking rojo agitaba una coctelera. Del bar se pasaba al comedor por un arco grandioso: había, calculó Abengoa, unas trescientas mesas, y todas ellas tenían puesto un mantel y un servicio perfectamente ordenado para la cena, pero no se veía el menor rastro de camareros ni de comensales.

La soledad entonces lo desalentó, y se le vino sobre los hombros el cansancio de las catorce horas de vuelo desde Madrid. Salió a cenar algo, por la ciudad solitaria y a oscuras. Cerca del hotel, casi al principio de la avenida de Mayo, tomó una pizza y media frasca de vino en una trattoria. El tinto italiano, ácido y ligero, lo reanimó, y terminó la cena con una copita de grappa. La misteriosa mujer rubia, según él mismo la llamó, volvía a ser el centro de sus prioridades.

La vio otra vez nada más salir del ascensor en el piso décimo quinto: ella estaba mirando la puerta que se abría, y a Abengoa le pareció que la miraba con mucho miedo, aunque la expresión en la cara de ella cambió instantáneamente cuando los dos se encontraron. Estaba inclinada, una rodilla más alta que la otra, una mano tratando de ajustar en el pie izquierdo un zapato negro de tacón. La mucama vieja limpiaba en el otro extremo del pasillo el marco dorado de un cuadro.

-Se me ha torcido -dijo ella- Según caminaba casi me caí.

-¿Se ha hecho usted daño? -Abengoa imitaba al hablarme el tono caballeroso que empleó con ella-. Si me lo permite, le ayudo.

-Estaba por pedírselo.

Comprendió enseguida, me dijo, que la torcedura era un pretexto: ella se incorporó apoyándose en él, lo tomó del brazo mientras caminaban hacia la puerta de su habitación, le pasó la llave para que abriese él. Abengoa cerró por dentro, y antes de que se volviera la mujer ya le abrazaba la espalda, aplastando contra él sus caderas, moviéndose onduladamente, rozándolo sin el menor residuo de pudor. Aquí debo repetir, no sin embarrassment, las mismas palabras que me dijo Abengoa: "Restregándoseme toda".

Es obvio que no me ahorró a continuación detalles sobre su performance, que aún pareciéndole a él inusitados seguían muy estrechamente las secuencias narrativas de las adult movies, al menos en lo que concernía a la insaciabilidad de la mujer y a lo infatigable de su propia potencia, así como a determinados topo¡ del discurso pornográfico que inciden en prácticas sexuales no connotativas de la reproducción, y por lo tanto potencialmente transgresoras. En el clímax de su relato, Abengoa se olvidaba de todo, hasta de que dicho relato presuponía un destinatario, es decir, yo. Cuando me dijo que se quedaron dormidos después del amanecer tenía una sonrisa casi obscena de satisfacción, que me hizo pensar en la discutida hipótesis de Andrea Billington sobre una posible textual ejaculation.

-Por la mañana nos dimos cuenta de que no sabíamos nuestros nombres -dijo Abengoa con orgullo, con vanagloria íntima-. Se llama Carlota. Carlota Fainberg. Y no voy a verla nunca más en mi vida.

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