El Medol: área de servicio
El día del juicio final será como el reestreno de un flash de una área de servicio de las autopistas de la cultura de la comunicación cuando, al término del veraneo de 1994, se ofrecen al viajero como cementerio de locuras desvanecidas y reposo de goces y estrangulamientos diversos. Ya hemos dejado atrás Tarragona y Salou para acampar en el Bajo Penedés, no distantes de Torredembarra y de Altafulla, en esta área de servicio de El Medol donde el bar anuncia con letras de fiesta, al precio de 295 pesetas, "un zumo de naranja natural y hecho al momento". ¡Qué bien! Los retretes no huelen mal; en una hora los aseos de señoras y señores, anunciados también como toilettes han sido visitados por 387 unidades humanas, chicos y grandes; dos hermanitos, José y Marcelina, después del pipí juegan a pesarse por 100 pesetas cada uno en la báscula electrónica de precisión. La barra del bar del área de servicio, sobrecargada de alimentación embocadillada es asaltada con ciertas formas por los catalanes mayormente y por los marroquíes que han lucido sus autos y furgonetas familiares en su pueblo y retoman al tajo, a Francia o a Bélgica; en la tienda-supermercado del área de servicio se observa que a los hombres les ha sudado la espalda achuchada contra el asiento de su coche; se cuentan hasta 19 señores con la camisa empapada. La explanada exterior, asfaltada, es atendida sin cesar por el hombre del entretenimiento, Ignacio, que barre, fuma puro al tiempo y tartamudea claramente. Un hombre, dos niños, dos niñas, una jovencita y un adolescente y dos señoras sin edad ataviadas islámicamente, están todos desvencijados sobre el suelo; dos chicos más de la familia, encogidos, besando las rodillas con los labios, jadean acostados en dos atisbos de asiento liberados en el interior de la furgoneta por las mantas, envoltorios, maletas atadas con cuerdas, mantas, calderos repletos de comida; la furgoneta está matriculada en el departamento 07 francés; el hombre de la familia fue al bar y volvió; tiene cara de malas pulgas y no nos atrevemos a hilar conversación.Otra furgoneta: el matrimonio y sus seis hijos, todos en edad escolar; él se llama Hamed y es de la provincia de Cinetra (Marruecos), trabaja de albañil en el sur de Francia; dice que "con un mes de vacaciones basta"; nunca volverá a Marruecos a causa de los niños; todos duermen ángelicalmente en el suelo; él ha levantado el capó de la furgoneta "para que respire un poco"; en dos días, sólo descansando unos momentos, cubrirá 1.800 kilómetros. Hamed nos comenta: "Lo que pasa ahora en Marruecos con los extremistas no es bueno".
Un camarero del bar nos informa: "los italianos este año nos han invadido"; en todos los rincones del área de servicio suena música de verano; ahora se escucha La gota fría, por Jaime Román. A la barra ha llegado un chico alto, rubio, que puede ser nórdico; ha pedido un croissant y se lo come a bocados sin beber, llegan dos chicas a su lado y nos presentamos y el rubio zanjó: "Los catalanes, tras las vacaciones, no hacemos declaraciones".
En este atardecer acalorado sudoroso, de sueños perdidos, en la explanada del área de servicio hay por lo menos siete furgonetas de marroquíes; como una procesión de gente abatida todos tienen cara de agobio. Ahora suena en los altavoces No quiero tu amor, por Los Fernandos; ha llegado un matrimonio con coche matriculado en Barcelona; él conduce aunque camina con muletas, ella lleva el brazo en cabestrillo y la niña ha quedado desdentada; todo dice que fue un accidente vacacional; cinco marroquíes abarrotan un Renault 9, pero no arranca por fallo de la batería; en cosa de segundos 14 coterráneos han acorralado el auto y empujan. ¡Y adelante! Ahora suena en el altavoz Paquito el Chocolatero, por la Orquesta Valenciana.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.