El virus
Antonio Gala, escritor, dramaturgo, hombre culto, sensible y educado, haciendo uso del derecho elemental y fisiológico de expresar lo que uno siente, ha conseguido con ello que su nombre figure ya anotado en el contencioso histórico entre catalanes y castellanos. Su frase "Los catalanes entienden mejor el teatro en polaco que en castellano" vino a poner otra espina en la llaga nacionalista, muy supurante en los últimos tiempos.Funcionarios y colegas de mi oficio se han rasgado las vestiduras apresurándose a contetar airadamente que a los catalanes sólo nos gusta el teatro de calidad, dando así por supuesto que las obras de Gala son un auténtico bodrio y aprovechando la ocasión para hacerse el autobombo.
Ello ocurre porque antes que comediantes, titiriteros, funcionarios, intelectuales, pobres, ricos o canallas somos catalanes y el detalle de esta prioridad revela una evidencia incuestionable: el triunfo y la penetración del pujolismo en todos los terrenos.
Esta situación, por su persistencia, empieza a revelarse como una epidemia general cuyos síntomas más evidentes se muestran a través de las reacciones de los afectados, las cuales frente a algunos temas esenciales son siempre idénticas, al margen del oficio, clase, creen cia o partido.
El virus provocador fue reactivado hace unas décadas a la sombra de los cultos laboratorios montserratinos y financiado por una banca hasta su extenuación. A pesar de que su composición es simple y algo casera, puede esconder reacciones violentas, como la eliminación sistemática de los anticuerpos discrepantes, algunas veces a través de la compra (directa o con un cargo) y otras con la marginación que presupone el sobrentendido de traidor a la gran causa.
Es evidente que una penetración tan profunda en el tejido social no se hubiera realizado sin un caldo de cultivo propicio y abonado ya en el pasado por encomiables sentimientos ecológicos de minoría étnica, aunque también, ¡faltaría más!, por una manipulación de la historia a fin de añadir agravios y señalar culpables de lo que son, muchas veces, nuestras propias incapacidades.
Pero el virus no inocula simplemente catalanismo, que en mayor o menor grado lo tiene ya cualquier afectado que convive desde hace siglos con esta esquizofrenia de si se es más catalán que español o viceversa. El virus añade un nuevo componente que estimula los genes tribales a fin de restablecer un comportamiento tipo para todo habitante de la tribu, si quiere ser digno de ella. Este nuevo componente no está exento de peligro, ya que su acción uniformadora conlleva también una clara inducción a premiar la mediocridad, algo que se empieza a notar de forma alarmante.
Las normas del buen aborigen se sintetizan en un solo principio. Por el hecho de ser catalán se tiene la razón. Si uno habla, escribe, pinta, juega, compone o representa en catalán, es de por sí un valor añadido siempre que no se enfrente al jefe de la tribu. Aunque el mestizaje pueda enturbiar la esencia del producto, si llega del norte le añadirá más categoría que si viene del sur o del oeste.
Estos simplismos, sin duda de gran eficacia, son los que posiblemente le cuestan entender al bueno de Antonio Gala, y es lógico que desde fuera sea dificil asimilar que un rincón de este Mediterráneo tan viejo, cínico y comerciante se deje. embaucar a sus anos por semejante camelo. Pero viene a ser aquello de "a la vejez, viruelas", o quizá un "sarampión de señitas de identidad", como señalaba públicamente el mismo Gala.
No obstante, tampoco sería sensato alimentar ahora una nueva paranoia en sentido contrario, basando el rechazo de una obra por el simple hecho de no ser catalán. Ello no se corresponde con la realidad, pues somos también un buen puñado de aborígenes los que venimos. encontrando dificultades encubiertas para la expansión de nuestras obras, simplemente por haber osado expresar unas ideas distintas sobre este rincón o tomárnoslo llanamente a pitorreo.
Es obvio que éstos son los riesgos de vivir en un territorio que ha establecido mecanismos político-tribales y nuevos tabúes con sacralización de personas, objetos e instituciones, o sea, un camino hacia el fundamentalismo folclórico.
El gran jefe posee ideas muy concretas de cómo tiene que ser la tribu, y todo aquel que no se ajusta al esquema sufre marginación, es decir, se convierte matemáticamente en enemigo de Cataluña. Así de sencillo.
Me voy a permitir el impudor de citarme yo mismo como ejemplo cuando el clan gobernante me declara públicamente persona non grata para el pregón de la ciudad de Girona, o la televisión autonómica cierra sistemáticamente las puertas a cualquier creación de Els Joglars; y cito estos detalles precisos como demostración de que no hace falta ser castellano" para tener hoy, en Cataluña, el honor de la marginación oficial. Nada nuevo tampoco. Lo han tenido gente tan Ilustre como Josep Pla, nuestro mejor escritor, al que no se le quiso conceder el Premio a las Letras Catalanas por sus contenciosos con la tribu.
Fuera de ella, todo este galimatías provinciano puede aparecer como consecuencia de lo que viene a llamarse globalmente catalanismo, pero esta apreciación. tampoco es exacta, porque la visión desde las Españas está influida, también, por tópicos y anacronismos del pasado. Si el catalanismo fuera la idea dominante, nuestro románico no se caería a trozos, nuestros ríos no serían cloacas, nuestras costas pasto de la especulación salvaje y nuestros creadores no serían despreciados por causa de disidencia.
El problema es otro mucho más simple. El virus está hecho a imagen y semejanza de su creador, o sea, con sus fobias, sus gustos, sus manías, su lenguaje y sus ideas económicas, religiosas o sociales. Y esto es lo que se ha extendido hasta los lugares más recónditos del territorio. Esto es lo que prevalece, una especie de culto indirecto al jefe de la tribu.
Si son unas viruelas o un sarampión sin consecuencias seremos afortunados, pero mucho me temo que estos virus sintéticos producen lesiones irreversibles. Si es así, a unos cuantos sólo nos quedará la opción de romper la baraja y pedirle asilo político a Rodríguez Ibarra.
Albert Boadella es dramaturgo y director de Els Joglars.
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