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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los abuelos

LA VEJEZ es una situación que no admite un discurso exclusivamente conmiserativo porque, incluso en los casos de mayor penuria física, ha de tener una respuesta familiar y un auxilio público. Entre un abuelo inmovilizado en una silla y un abuelo que cuida a los nietos y ha encontrado infinidad de ocupaciones que le ocupan la jornada hay un mundo de diferencias. De ahí que tan convincentes sean quienes necesitan a sus mayores como quienes hablan de ellos como una pesada carga. Luces y sombras de un periodo de la vida, el último, que ya no se vive sólo como una tediosa espera del adiós, sino sacándole -si la salud acompaña- un insospechado encanto.El drama mayor es el del viejo que no puede sobrevivir sin ayuda. En cierta forma, la misma sociedad lo expulsa como improductivo olvidando su largo y laborioso pasado. Y el propio sujeto puede interiorizar un erróneo sentimiento de culpa. El "ya no sirvo para nada" es más mortífero que todas las enfermedades que le rondan.

A este triste horizonte se le añade el peaje, tan duro a veces, de los familiares que deben cuidar al viejo enfermo. Sin acudir al falso argumento retributivo -yo hago por ti lo que tú hiciste por mí-, la decisión entre los cuidados domésticos o el internamiento está sometida a factores tan intransferibles que no admite elogios o condenas genéricos. Es lógico pensar que el destierro del ámbito familiar siempre será menos deseable que la tutela doméstica. Curiosamente, sin embargo, mientras se ha desarrollado una notable industria para atender el ocio de la llamada tercera edad, no ha tenido igual empuje la industria asistencial. Las administraciones parecen tender más a aumentar la felicidad del viejo que ya es feliz que a aliviar las penas de aquellos que sufren en casa o residencias. No queremos creer que en esto influya un mezquino cálculo electoralista al no ser ya el viejo enclaustrado por los achaques votante de nadie.

Siempre habrá algún egoísta o desalmado que factura a sus mayores a una residencia no para que estén mejor, sino para olvidar que existen; pero en muchas ocasiones esta dificil decisión se toma por la imposibilidad de organizar una intendencia casera que permita el esmerado cuidado que requiere el enfermo. En España todavía no se ha descubierto una evidencia que conocen otras administraciones sanitarias: en según qué tipos de cuidados es más rentable subvencionar su realización casera que poner en marcha toda la maquinaria hospitalaria para ingresar el enfermo en sus fauces. Las ayudas públicas a la tutela familiar resultan menos caras, más terapéuticas y casi siempre más satisfactorias para el anciano.

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Junto a estos tristes escenarios cada vez son más los hombres y mujeres viejos que saben vivir la vida. Se llaman viejos y lo hacen con orgullo. Les aburren circunloquios supuestamente, gentiles como el de tercera edad, y saben que la prolongación de la vida hace que no tenga sentido, como pudo tenerlo 100 años atrás, tachar de anciana a una dama de 60 años. Viejo es una palabra que hay que limpiar de la ganga compasiva que arrastra. Ahí están para probarlo los panteras grises, que llevan años organizados en muchos países para defender sus derechos.

Junto al abuelo que reivindica la comodidad de estar solo, porque su manera de vivir nada tiene que ver con la de sus parientes, hay muchos abuelos que se reincorporan al tejido laboral por una nueva vía: gracias a ellos, los hijos pueden trabajar sabiendo que ciertas obligaciones familiares -el cuidado de los niños, por ejemplo- están satisfechas. Pero, ante todo, es el interés por las cosas y la vida lo que mantiene activos física y mentalmente a los mayores y lo que les hace participar, gozar, sufrir, indignarse y reír con el mundo y su entorno inmediato. Para viejos como para jóvenes, la mejor receta de salud y lucidez es el interés por la vida.

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