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Tribuna
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Lujosas cloacas

Las primeras policías secretas escandalizaron mucho a sus contemporáneos. En Roma, por ejemplo, el cuerpo de los agentes in rebus resultaba tan odioso que la capital obtuvo el privilegio de prohibir su acceso al perímetro urbano, salvo para asuntos concretos y temporales. Con todo, la abyección del espía duró relativamente poco, porque mantener oculta la verdad (información) y difundir noticias falsas (contrainformación) fue resultando cada vez más inexcusable. Algunos conspiraban -instigados desde fuera, sin duda, pues en el sabio pueblo nunca habría crecido solo el error-, difundiendo mil insolencias, presididas por el absurdo de disociar los intereses del monarca y los de la nación; la fuerza de su alteza era la salud de todos, y lo conducente a ello de modo confidencial, por su naturaleza inconfesable, empezó a incorporarse al gasto público como defensa del Estado.El trabajo nacía escabroso. Para extraer secretos se requieren tormentos y fraudes, y para infiltrarse en un grupo terrorista hace falta cometer atentados; dando un inevitable paso al frente, para controlar momentos estratégicos un buen servicio secreto no debería vacilar en aliarse con quien sea, y poner en marcha tantos grupos terroristas como convenga. Sin ir más lejos, la mano negra -que asesinó al archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, para desencadenar la primera Gran Guerra- fue una creación del servicio secreto serbio, anfitrión del archiduque, cuya connivencia con el austriaco y el alemán se juzga calculando que tenía siete pistoleros, más el asesino, apostados en el breve recorrido de la víctima. Pero los escrúpulos desaparecían ante la falta de escrúpulos del país vecino: ¿cómo no preferir una legión de informadores, contra informadores y pistoleros a un Estado indefenso? Al extenderse las democracias parlamentarias cupo alegar, además, que esos oscuros cometidos no servían a un déspota o a una oligarquía, sino al cuerpo social en su conjunto, y del remozamiento proviene que empezara a usarse la expresión seguridad del Estado. Desde esa perspectiva, una catarata de películas y series de televisión empezó a contamos la sufrida, aunque lujosa vida, de distintos espías, que a sus sobrehumanas virtudes añadían un irresistible sex appeal. Cada vez más complejo y opulento, el tinglado de lo inconfesable había florecido durante milenios de guerras calientes como en espera de algo grandioso, y ese algo llegó con una planetaria guerra fría. Libros como los de John Le Carré -antiguo espía- o Graham Greene, obstinados en mostrar hasta qué punto el servicio secreto era un negocio sórdido, orientado a sostener chantajistas y psicópatas desalmados en cada país, fueron un contrapeso mínimo. ¿Cómo no preferir alguna pequeña extralimitación a un Estado inseguro?

De hecho, todo iba estupendamente para el espionaje hasta que naufragó la guerra fría y, casi al tiempo, afloraron formidables tramas de corrupción, que pasaban inadvertidas -de modo inexplicable- para los encargados de evitarlas, o partían de ellos mismos y sus jefes. En lógica correspondencia, los superiores de James Bond cobraron perfiles de vulgares chorizos, y la cacareada seguridad del Estado adquirió tintes profanos. Ahora simplemente indica la parte del erario público destinada a sufragar ciertos organismos, que tienen en común añadir a sus presupuestos una partida defondos reservados.

Dichos organismos disponen sin necesidad de rendir cuentas, doblando o triplicando dotaciones cada año con el solo requisito de una firma. En 1993, pongamos por caso, la Secretaría de Estado para la Seguridad uno entre los institutos amparados por esta bula- incrementó en un 224% la cantidad presupuestada para fondos reservados, destinando a tales fines 1.288 millones, y nuestro Dioni institucional -el inefable ex director de la Guardia Civil- dice que el ministro Corcuera había gastado más de 2.000 millones de esa partida en tan sólo dos meses del año. Duro más, duro menos, cifras anuales de 10 y 11 ceros sostienen a hombres dobles, no pocas veces expulsados de cuerpos policiales o militares, mientras en sus más altas esferas los responsables escapan con baúles de dinero, o eluden las preguntas de un juez alegando que la ley les prohibe decir si ese dinero fue usado para robar o asesinar.

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Luego llegan noticias de que sólo una parte de los fondos reservados pasa a ese personal" porque otra circula como sobresueldo para funcionarios, cuya pertenencia a la seguridad del Estado les hace blancos favoritos del delincuente; es como un plus por miedo, y algunos jefes parecen haber atravesado pavores muy intensos, a juzgar por las compensaciones recibidas. Con lo cual resulta, en definitiva, que Defensa e Interior se otorgan créditos a discreción, tanto para actividades confesables como inconfesables, mientras sucede lo contrario en el resto de la Administración. Por algo se llamaban antes Ministerio de la Guerra y Ministerio de la Gobernación.

Ahora bien, ¿defiende esto al Estado? El Estado es una persona jurídica, orientada a limar las asperezas del egoísmo individual con metas de libertad y justicia.

Al igual que la verdad, para nada necesita guardaespaldas ni servicios secretos. Sólo necesitan guardaespaldas -y nunca tendrán bastantes- quienes raptan a esa persona jurídica como equipo crónico de Gobierno, para forrarse--comodecía hace poco, sin saberse oído, un político-, o con la abyecta finalidad adicional del puro mando, que es un recurso de eunucos para poder molestar con injerencias a casi cual quier préjimo, Si se mira de cerca, el aparato de información y contrainformación llamado seguridad del Estado sólo sirve para asegurar la impunidad del Gobierno y para cronificar una indefensión radical de la ciudadanía. Detrás del pomposo nombre, sólo está el viejo esquema ur dido para defender al rey divino, y la simple pervivencia de cosa parecida es una amenaza constante para la seguridad de cual quier otra persona, opuesta a la expresa declaración constitucional de que todos somos iguales ante la ley. ¿Cómo ser iguales ante la ley si quien gobierna puede usar discrecionalmente rentas públicas para cometer delitos, mientras los demás deben ganar se el pan con su ingenio o labor y, encima, cargar con una responsabilidad solidaria por actos del Estado español, como los GAL? Así ha sido casi siempre, en casi todas partes. Hace más de dos milenios un corrupto senado romano asesinó a Tiberio y luego a Cayo Graco, ricos pero dignos patricios, para evitar que el pueblo tuviese voz y voto en las leyes. Fieles a esta inercia, los legisladores actuales siguen asegurándose de que -incluso contra la letra de la Constitución- pase por supervivencia del Estado blindar la arbitrariedad de cada equipo gobemante. El progreso en otros órdenes no ha producido equivalentes en éste, quizá porque somos en buena medida una especie gregaria, como los arenques o las hormigas.

Con todo, el secreto de los secretos en política -la maliciosa confusión entre Estado y Gobiemo- está dejando de serlo. Hace una década nadie habría puesto en duda que la seguridad de cualquier país requería un ejército cloacal de matones y delatores a sueldo, regido por personas que reparten y se reparten alegremente montañas de millones. Hoy, suspendida la amenaza de un holocausto nuclear, cuesta más pasar por alto el precio -ético y económico- de algo donde el fin no sólo se sobrepone a los medios, sino que ni siquiera necesita fin expreso. Ese cheque en blanco para lo sucio sólo se otorga en situaciones de absoluta emergencia, o -como ahora- tras la estafa de vender los peligros del terrorismo y el narcotráfico, cuando la mayoría de los grupos terroristas y los carteles de droga han crecido al amparo de servicios secretos, y trabajan en connivencia con ellos.

Esto sirve ciertamente al control, gran fetiche de nuestros días, que se derrama sobre todas las actividades como panacea de sentido y progreso, aunque sus ruinosos costes sean los de un orden impuesto desde fuera, en detrimento del que podría surgir desde dentro con transparencia, descentralización y autocontrol. Sin embargo, descontando senadores y diputados, y los que van tirando o se forran con el montaje de lo inconfesable-imprescindible, no sé si queda algún español partidario de que existan fondos realmente reservados, en el sentido de no supervisables jamás por los tribunales.

En cualquier caso, los jefes de nuestra seguridad estatal inventaron hace poco la figura del arrepentido. Por favor, que empiecen aplicando ese régimen a Luis Roldán -amnistía, protección y un sueldo modesto hasta reconstruir su prófuga vida-, siempre que cante de plano y pueda probar alguna de sus alegaciones. ¿No se crearon esos seudo arrepentidos para poder desarticular las cúpulas del crimen organizado?

es escritor.

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