El síndrome de Asturias
Para los veraneantes que se solazan en ese entrelazamiento inédito de montaña, campiña, mar, historia y cultura llamado Aturias, la crisis asturiana es una noción abstracta, relegada al sonsonete de telediarios intemporales. Incluso para los propios asturianos, según revela la reciente investigación de José Luis Zárraga, la idea de crisis es tan profunda, total, irreversible e irremediable, que, en la práctica, viven su cotidianidad como si tal cosa, transformando la crisis en trasfondo amenazante con escasas consecuencias prácticas en lo inmediato. La explicación es muy sencilla: el resquebrajamiento de la estructura productiva asturiana está siendo amortiguado por el colchón del Estado del bienestar, por las excepcionales condiciones de jubilación anticipada en las empresas públicas y por el escalonamiento temporal del cierre de instalaciones hasta los primeros años del próximo siglo. Así, mientras el por centaje de Asturias en el PIB es pañol descendió del 2,8% en 1985 al 2,4% en 1992, la situación relativa del Principado en términos de renta familiar disponible por habitante aumentó en ese periodo (del 66,3% de la media europea en 1985 al 73,8% de dicha media en 1992). Pero tras la fachada de las subvenciones y las prestaciones sociales, se va agostando el viejo tejido industrial sin que surjan en cantidad y calidad suficientes nuevas fuentes de empleo y riqueza. Si esa tendencia no se invierte dentro de una década, el desplome de Asturias será vertical y, en él marco de una economía europea integrada, con movilidad para capital y trabajo, puede pasar a ser paraíso natural deshabitado y ruina arqueológica industrial. Desde esta perspectiva, Asturias es algo más que una región histórica e industrial en declive. Puede Constituirse en síndrome para dilinático de lo que, con diversa intensidad, pueden experimentar otras regiones, de vieja industrialización o que nunca llegaron a industriales, desarticuladas en la vorágine de una economía global en la que la geometría variable de los flujos de producción y comercio, gestionados a alta velocidad en la autopista de la información, convierte en efímera toda economía regional que no sea capaz de adaptación constante. Asturias -y con ella muchos otros territorios europeos- se enfrenta simultáneamente con la transición tecnológica, con la transición a formas empresariales flexibles, con la transición de una economía de empresa pública a una estructura centrada en la empresa privada, y con la transición a una economía abierta en una Europa integrada. Demasiadas transiciones concentradas en una región como para ser manejadas en términos emocionales y épicos. Pero también complejidad excesiva para esperar su resolución positiva mediante el sometimiento de la sociedad a las pulsiones espontáneas del mercado. El síndrome de Asturias -que podría ser el de Wallonia, o el del Nord-Pas de Calais, o el de Gales, o el de las Middlands, o, en otra versión, el de Linares, Villaverde o el Baix Llobregat- no presenta excesivos problemas para un cierto discurso económico, cada vez más obsoleto, que reduce las regiones a ajustes entre oferta y demanda de los factores de producción. ¿Que se acaba la industria? Pues pasemos a los servicios. ¿Que se hunde la empresa pública? Pues privaticemos lo que se pueda y cerremos lo demás. ¿Que no es rentable el carbón y el acero? Pues produzcamos electrónica. Y si todo ello implica que una región está demasiado anclada en la antigua economía, la emigración es la opción más razonable. Hay dos variantes de este discurso (y la variación es sustancial) sobre las consecuencias sociales de la reconversión: la thatcheriana, de arrasar con el mundo antiguo, empezando por los sindicatos, a cualquier coste; la progresista, cubriendo los costos sociales durante un tiempo y subvencionando nuevas inversiones para mantener algún tejido productivo, pero dentro de los límites presupuestarios impuestos por la equidad con otras regiones. Pero en último término, no se cuestiona el síndrome, la inevitabilidad del declive, la sumisión de las regiones y de los territorios a la lógica cambiante de los flujos productivos a nivel mundial. Los flujos disuelven la historia.
Frente a esta lógica, cabe atrincherarse en la identidad y rehusar el exilio y celebrar la alegría de vivir en la tierra y exigir del Gobierno la solución de los problemas, en una larga serie de episodios que se van agotando conforme el empleo desaparece, los subsidios se acaban, las industrias se cierran y las autopistas construidas para exportar los productos asturianos se convierten en vías de escape para una generación de neoindianos europeos. ¿Reinventaremos los asturcones en el siglo XXI? Pero también cabe intentar otra estrategia de desarrollo, en realidad más propia de la nueva economía mundial, centrada en la capacidad productiva del trabajo y en la ventaja comparativa de una fuerte identidad regional. Una estrategia que parta de la necesaria conexión entre industria y servicios como base de la productividad, y que por tanto aproveche la experiencia industrial acumulada, vertiéndola en una industria tecnológicamente modernizada. Una estrategia en la que un trabajo altamente cualificado, apoyado en una fuerte universidad investigadora, genera productos de alto valor añadido que hace circular en las redes avanzadas de comunicación y telecomunicación a nivel mundial que desenclavan las regiones de sus limitaciones geográficas. En donde las redes de empresas regionales, apoyadas en información y asesoramiento comercial y tecnológico facilitados por la Administración, cooperen de forma flexible en líneas de producto, en proyectos y en mercados, según una estrategia cambiante que siga los ritmos del mercado mundial. Y en donde la cultura, la historia, el paisaje, sean factores competitivos para un turismo de calidad activo que gana partes de mercado en los segmentos de mayores ingresos sobre el turismo pasivo de sol y playa. Y, en fin, una región en la que la existencia de una sociedad civil cohesionada, con escaso nivel de delincuencia y sólida identidad permite aguantar las sacudidas sociales que están surgiendo en todo el mundo como resultado de la transición a la nueva economía global e informacional.
Naturalmente, tal estrategia implica acción pública con y sobre los mecanismos de mercado, es decir, política industrial, política tecnológica, política regional, palabras malditas en algunos círculos dirigentes durante los últimos años y que, sin embargo, la terca realidad vuelve a plantear como forma de gestionar el paso de lo viejo a lo nuevo. El síndrome de Asturias podría no ser el del inevitable declive industrial de los territorios históricos de la vieja Europa. Podría tal vez llegar a simbolizar el potencial productivo de una identidad regional diferenciadora en un sistema mundial de flujos indiferenciados.
Manuel Castells ha sido director del programa de investigación ERA (Estrategias de Reindustrialización de Asturias).
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