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Mi tío Mario

Julio Llamazares

Capitulo 3En el compartimento del tren, camino de Milán, tío Mario iba escuchando las palabras de su hermano. Más que escucharlas, las repetía en voz baja:

-No te ha olvidado. Aunque te parezca imposible, después de tantos años, no te ha olvidado.

Detrás de la ventanilla, el dulce y suave paisaje de la llanura padana se deslizaba como una sábana, pero tío Mario, no veía las praderas y los árboles, entre los arrozales y los pueblos, ni las barreras del tren, que le pasaban casi rozando. Lo que tío Mario veía era el rostro de tío Carlo y, tras él, el de una mujer morena, casi una niña, diluido en la distancia de los años.

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Tío Mario, a ella, tampoco la había olvidado. Aunque había pasado ya tanto tiempo desde aquel día de julio en que la vio por última vez (allí: en aquella playa de Santorini en la que tantas veces se habían amado y de la que partía el barco que la llevaba hacia el continente), no había podido olvidarla. Pero nunca se lo dijo a nadie. Ni siquiera a su hermano Carlo. Se limitó a recordarla en secreto, cada vez más lejanamente, como si fuera un pecado; un pecado que moriría con él, como tantas otras cosas, sin que nadie lo supiera y sin que a nadie, por tanto, le hiciera daño. Al fin y al cabo -pensaba- los recuerdos no pueden, si no se dicen, herir a nadie. Por eso, cuando su hermano le confesó que, durante todo aquel tiempo, Marcia le había seguido llamando, tío Mario se quedó helado. Ni siquiera fue capaz de preguntarle nada.

Carlo era el único hermano que conocía la historia de Marcia. Se la había contado él cuando volvió de la guerra y todavía pensaba que volvería a encontrarla. De hecho, ella le había seguido escribiendo, año tras año, sin olvidarle, a cada uno de los campos de prisioneros por los que había pasado (él, por su parte, había hecho lo mismo, aunque con más problemas: a veces, sus cartas se perdían o se las destruían los alemanes). Y, ahora que la guerra había acabado, pensaba ir a buscarla para casarse con ella y traerla a Italia.

Pero tío Mario no tenía el dinero para el viaje. Recién llegado del frente y con las dificultades económicas en que la guerra había puesto a sus padres (con los hijos prisioneros o en el frente y la pobreza asolando Nápoles), ni siquiera podía pensar en hacerlo, al menos a corto plazo. Fue cuando se puso a trabajar, primero en el comercio de sus padres (para ayudarles a levantarlo) y luego en la oficina de la naviera, con el fin de conseguir el dinero necesario para el viaje. Mientras tanto, Marcia y él seguían escribiéndose. Prácticamente cada semana. Él le contaba lo que le faltaba para ir a verla y ella le contestaba, invariablemente, que le esperaría lo que hiciera falta. Pero un día, de repente, cuando tío Mario trabajaba ya en Correos y estaba a punto de poder cumplir su sueño (por fin había comenzado a ganar un sueldo fijo), ella dejó de escribirle. Así, de pronto, sin ninguna explicación, como si se hubiera muerto.

Tío Mario esperó en vano varios meses. Cada mañana, al llegar a la oficina, miraba todas las cartas sin encontrar la suya entre las que aguardaban sobre la mesa y el desconcierto y la angustia le iban minando. No sabía qué pasaba. Él la seguía escribiendo, cada ocho días, igual que siempre (al final, lo hacía ya cada día, incluso más de una vez, como si fuera un náufrago pidiendo auxilio), pero ella no contestaba. Parecía como si hubiese desaparecido y las cartas que él le escribía se las tragara el Mediterráneo. Porque tampoco venían devueltas, como debería ocurrir de no alcanzar su destino. Simplemente, se perdían con el humo de los barcos. Tío Mario empezó a pensar que algo grave había pasado.

Pero no sabía qué. Si realmente a ella le hubiera ocurrido algo (que hubiese muerto, o que estuviera enferma), alguien se lo habría dicho (sus padres o sus hermanos) y si, como también cabía, Marcia se hubiese cansado de esperarle, lo lógico es que le hubiera escrito, para decírselo, al menos una última carta. Al fin y al cabo, él no la había engañado; ella sabía que tendría que esperar hasta que reuniera el dinero necesario para el viaje. Pero nada de eso había pasado. Ni pasó en los siguientes meses, que tío Mario vivió sólo esperando aquella carta. Pensó, incluso, en ir a Grecia a buscarla; pero en el último momento se volvió atrás, cuando ya les había pedido el dinero para el viaje a sus hermanos. De repente, tuvo miedo de descubrir la verdad y decidió quedarse en Nápoles y seguir esperando noticias suyas u olvidarla poco a poco, como se olvida un sueño del que uno se despierta de repente y sabe ya que jamás volverá a recuperarlo. Algo que nunca consiguió del todo, pese a que lo intentó durante cuarenta años. Y, ahora, encima, se enteraba por su hermano, al cabo de tanto tiempo, de que a ella le había pasado lo mismo: que nunca había dejado de esperarle, que le había seguido escribiendo -aunque él jamás recibiera sus cartas- y que, incluso, había llegado a presentarse en Nápoles, para reunirse con él, justo cuando tío Mario acababa de casarse.

-La pobre venía asustada: apenas entendía tres palabras de italiano. Las que tú le habrías enseñado. Yo, no sé por qué, estaba ese día solo en la tienda. No sé dónde habrían ido los padres. Ella sólo repetía: "Mario, Mario...", con un acento muy raro. Hasta que me enseñó una foto tuya, no supe que eras tú al que venía buscando. Entonces, me acordé de la historia de la griega que me habías contado. Como pude: chapurreando, por señas, no sé, me las, arreglé para decirle que no estabas, que acababas de casarte y estabas fuera de Nápoles. Si lo llego a haber sabido, no le hubiese dicho nada. Porque se había forma de consolarla. Yo lo único en que pensaba es que no entrara nadie en la tienda. ¿Te imaginas si llegan a aparecer los padres? Cuando cerré, la llevé a buscar un hostal. Pagamos la habitación (por adelantado) y la acompañé a cenar, creo que por el puerto, ya no me acuerdo bien. La pobre apenas cenó. No dejó de llorar en todo el rato. Yo empecé a ponerme nervioso, porque todos nos miraban. Alguno debió de pensar que le es taba haciendo algo. El caso es que, cuando terminamos de cenar, la llevé a dar un paseo y la convencí para que volviera a casa. Para animarla, le dije que iría a buscarla al hostal y que la acompañaría al barco. Y, efectivamente, fui al hostal por la mañana, pero ya se había marchado. Ni siquiera dejó una nota de despedida, ni una dirección, nada. Se fue sin decirme nada... No te lo quise decir. Acababas de casarte y pensé que no debía.

Tío Carlo se había callado. Miraba fijamente a tío Mario. Éste estaba completamente rígido, como si se hubiera quedado helado. Ni siquiera era capaz de decir nada.

-Lo demás ya te lo he contado. Por la guía, o como fuera, me localizó aquí, en Bolonia, y me llamó de pronto, un buen día, al cabo de muchos años. Para preguntar por ti, claro. Desde entonces, lo ha hecho muchas veces, la última estas Navidades.

Tío Mario miró a su lado. La ventanilla del tren devolvió de golpe la realidad y le anunció, de paso, que su viaje se estaba ya acabando. El suave y verde paisaje de la llanura padana había desaparecido y, en su lugar, un montón de edificios y de fábricas, algunos ya iluminados (comenzaba a anochecer), enarcaban ahora el paso del tren, que se deslizaba ha cia su destino con suavidad, casi sin hacer ruido, como si la proximidad de la ciudad y de la noche le hubiesen hecho callarse. Tío Mario miró a lo lejos: allí estaba, al fondo, Milán, la gran capital del norte en la que vivía su hermano Gino y a la que él mismo había estado a punto de emigrar, cuando terminó la guerra, como tantos otros meridionales. ¿Qué habría pasado de haberlo hecho? ¿Cómo habría sido su vida si hubiese venido entonces, en vez de quedarse en Nápoles?

El tren estaba ya entrando en la estación. Tío Mano se levantó, cogió el sombrero y el equipaje. Mientras esperaba a que aquél se parara del todo para bajar al andén en el que le esperaban ya tío Gino y su mujer, recordó las últimas palabras de tío Carlo:

-En fin. Las cosas fueron así y ya no puedes cambiarlas.

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