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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

1969, 1994, 2019

SI EL año pasado se cumplían los cinco lustros del mayo parisiense, éste nos toca celebrar los 25 años del Festival de Woodstock ,otro hito emblemático de los sesenta. Woodstock llegó a ser calificado como el "nacimiento de una Nación", y fue la pesadilla de una bienpensante sociedad burguesa aterrada ante el espectáculo de aquellos jóvenes peludos, y sucios que consumían drogas, practicaban el amor libre y se revolcaban desnudos en el barro, además de desafiar los valores establecidos, empezando por el militarismo triunfalista de un país que, hasta entonces, no había perdido ninguna guerra. Aquella peregrinación espontánea de agosto de 1969 ha ido adquiriendo, con los años, unas dimensiones míticas que poco o nada tienen que ver con lo que realmente sucedió. Sus organizadores nunca pensaron que casi medio millón de jóvenes se pondrían en marcha pretendían, simplemente, ganar dinero en un negocio que empezaba a despuntar. La música sonó fatal: lo que nos ha llegado en, disco tuvo que ser manipulado en el estudio. La paz y el amor que sirvieron de lema se echaron en falta en muchos lugares, p 1 ara empezar, en el mismo escenario: el guitarrista de The Who, Pete Townshend, echó a guitarrazos del escena rio al revolucionario Jerry Rubin, que pretendía alzar a las masas contra el Gobierno de Washington, empeñado entonces en la terrible guerra de Vietnam.

El rock, como género musical, y la cultura que unas veces lo contiene y otras lo segrega, hace ya tiempo que dejó atrás su juventud y atraviesa ahora una compleja madurez, con los vicios y virtudes que esto conlleva. Entre el tajante "no te fíes de nadie que tenga más de 30 años", acuñado en los sesenta, y el reciente regreso triunfal de unos Rolling Stones cincuentones y multimillonarios, esa música híbrida de rhythm and blues negro y country blanco ha conseguido convertirse en el ruido de fondo del planeta, arrastrando consigo múltiples modas estéticas y contradictorias posturas éticas y morales. Lo canalla -desde la violencia gratuita hasta la autodestrucción química- ha caminado mano con mano junto a valores idealistas, como el amor al prójimo, el pacifismo, la defensa del medio ambiente o las ayudas a causas humanitarias -Etiopía y Bangladesh, pero no Ruanda o Bosnia-, lo que, en definitiva, viene a demostrar que, en sí mismo, no ha sido otra cosa que uno más de los vehículos culturales de nuestro tiempo, y uno de los negocios más prósperos del siglo. Por eso no es de extrañar que The New York Times haya definido ahora la nueva edición de Woodstock como "una mezcla entre un Estado policial y un multicentro comercial", apuntando justamente a la nueva versión del panem et circensis romano que, junto al deporte de masas, protagoniza el rocanrol en este fin de milenio.

Ya no hay ruptura ideológica, generacional o musical. Lo que empaquetan las multinacionales del disco es, básicamente, música kleenex, de usar y tirar. Curiosamente, el nacimiento del grunge -heredero directo en los noventa del espíritu del punki de finales de los setenta- supone un rechazo radical de esta postura acomodaticia que ha convertido el rock actual en un cementerio de elefantes. Sus derivaciones muestran con diáfana claridad a una nueva generación de músicos que recuperan el primitivismo y la sencillez de los primeros tiempos, que muestran en sus textos una contestación contemporánea de carácter, radical y que utilizan la mezcla de estilos con desparpajo. Esta nueva generación, mucho más crítica con el sistema que la de los ochenta, permite asomarse a un rock futuro con la sana esperanza de que le partan a uno la cara de un guitarrazo cuando comience a perorar sobre aquel Woodstock del 69.

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