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Ciudad extraña

Ángel S. Harguindey

Decididamente Madrid es una ciudad extraña. Aquí puede aparecer de pronto un buen día Willy de Ville, con su aspecto de caballero sureño recién llegado de Tara, y acomodarse inmediatamente. Convertirse en un habitual y actuar en la Villa y Corte más que Los Ronaldos, por ejemplo. Una ciudad extraña que acoge cálidamente a gente variopinta. Ahora es De Ville pero hace años era alguien como, Kurt Savoy, el rey del silbido, que actuaba con una guitarra eléctrica, silbaba en lugar de cantar y, además, llevaba un mono en el hombro. Pues con ese ritmo y escenografía aparecía cada dos por tres en la televisión, entonces mayoritariamente en blanco y negro. Una ciudad extraña y disparatada, capaz de atraer más espectadores a una película espesa de Eric Rohmer como Lancelot du Lac que la mismísima Paris con su tradicional chauvinismo. Una población que ensalza indistintamente las antológicas de Velázquez o Antonio López a la vez que acepta impávida los grupos escultóricos que los munícipes del PP tienen a bien depositar por plazas y bulevares, incluída esa amplia y opulenta colección boteriana. Una urbe en la que conviven edificios de high-tech con cervecerías en las que, como señalaba hace tiempo óscar Tusquets, "lo peor de esta ciudad es que si pides una ficha de teléfono siempre te la dan mojada"; en la que los jardines de Sabatini se complementan con eriales en los que el único detalle humano del paisaje son las chabolas; donde el Madrid de los Austria se acabará encontrando con el de las Koplowitz y en la que la algarabía insoportable de los restaurantes se funde con el silencio de la Biblioteca Nacional... Una ciudad extraña, acogedora y cruel, asfáltica y campesina, exquisita y hortera. Puro mestizaje mal que les pese a los cretinos con armas.

Una población que le puede reir las gracias a un pícaro como, Ruiz-Mateos con las misma generosidad que abuchea al ex gobernador del Banco de España y a su cardenalicia soberbia. Que soporta con paciencia decenas de manifestaciones callejeras, desde cooperativistas a metalúrgicos o mineros airados; que asiste impertérrita a la suelta o desparrame de cerdos, vacas u hortalizas por las calles y que es capaz de sublevarse -no siempre, es verdad- cuando se pretende ocultar una operación urbanístico-especulativa con una ingenua o farisea vocación de amor por el patrimonio arquitectónico.

Una capital a la que han envenenado con colza, en la que hace tiempo coches y perros se han adueñado de todo lo que excede el límite del portal en dura competencia con las omnipresentes zanjas y que, pese a todo, inunda las terrazas nocturnas, las fuentes públicas en las que remojar la euforia deportiva, los estadios cuando actúan los grandes grupos, las salas de flamenco, el hipódromo con luz eléctrica, la explanada de la Almudena para rendir tributo mariano, las listas de participantes en una maratón popular o cualquier salón de actos con una conferencia del tronío... Si hay un sitio que ejemplifique el "hay gente pa'tó" de El Guerra, el torero, ese es Madrid.

Una metrópoli cuyos habitantes -permanentes u ocasionales, es lo mismo- no tiran la toalla ante tanto obstáculo es una ciudad extraña y al mismo tiempo un lugar en el que merece la penitenciaria vivir. Esa probablemente una aceptable. definición de Madrid: un extraño placer.

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