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¡Con ustedes!

Mario Vargas Llosa

Unos millares de jóvenes coreando "¡Libertad! ¡Libertad!" en el Malecón de La Habana no parece, en sí, un episodio digno de pasar a la historia con mayúsculas. Y, sin embargo, se trata de un hecho extraordinario, pues es la primera vez que se produce en 34 años de un régimen que, aunque fracasó en todo lo demás, hasta ahora había triunfado en establecer un sistema terrorista de control y manipulación de la sociedad para impedir, justamente, expresiones públicas de oposición como la que tuvo en vilo a la capital cubana todo el día y la noche del viernes 5 de agosto. Pasa a la página 9

¡Con ustedes!

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Antes de ser destrozados por las bandas de rufianes de las Brigadas de Acción Rápida y llevados a los calabozos de la seguridad por los cuerpos policiales de la dictadura, esos valientes han mostrado al mundo que, pese a la, caudalosa crueldad que ha puesto en el empeño, la satrapía castrista no ha conseguido todavía convertir a Cuba en un pueblo de zombies.

Aunque la revuelta, según la prensa, dejó decenas de heridos y tuvo reverberaciones en distintos barrios populares habaneros, no fue ella misma, sino lo que la precedió y motivó, el testimonio más instructivo sobre la muerte lenta en que se ha convertido la vida para millones de cubanos cuya sola aspiración parece ser ahora la de huir, como sea, en lo que sea, abandonándolo todo, desafiando los tiburones y las terribles represalias del régimen, hacia las costas de Florida.

El número de estas evasiones había ido creciendo de manera sistemática en estos últimos tiempos, así como la audacia de los que huyen, quienes, en las últimas semanas, pasaron de las balsas de fortuna construidas con llantas, tablas y sábanas a secuestrar remolcadores en el mismo puerto de La Habana o la lancha colectiva que, desde el muelle de la Luz, cruza la bahía hacia Regla y Casablanca. El 13 de julio de este año, la dictadura decidió hacer un escarmiento. Sus patrullas navales cercaron, al amanecer, al remolcador Trece de Marzo, que había zarpado al amparo de las sombras con más de un centenar de fugitivos a bordo. Otro remolcador lo embistió y como, a pesar de ello, tardaba en irse a pique, los captores apuraron el desenlace con manguerazos de gran potencia que finalmente hicieron capotar y hundirse a la vieja embarcación. Cerca de cuarenta personas, muchos niños entre ellos, perecieron en esta hazaña de la marina castrista.

Aunque el testimonio de una sobreviviente -María Victoria García Suárez, que perdió allí a su esposo y a un hijo de diez años- se ha visto en las pantallas de la televisión de todo el mundo, no he leído, fuera de una carta de un puñado de escritores cubanos exiliados, un solo editorial, una declaración, un gesto siquiera de indignación frente a un crimen de Estado tan monstruoso que, cometido por un Pinochet, hubiera provocado frenéticas (y muy legítimas, desde luego) efusiones de cólera y condena en todos los rincones del planeta. Pero esto no me extraña: estoy acostumbrado a comprobar que, aquí, en Europa, -¡y en España no se diga!- los más bochornosos atropellos contra los derechos humanos cometidos por el Gobierno cubano cuentan no sólo con la complicidad previsible de los comunistas, sino también con la sorprendente benevolencia -o el cobarde silencio- de la izquierda democrática y aun de liberales, democristianos y conservadores, como si el barbado tiranuelo tropical -que ha hecho, él solo, correr más sangre e infligido más sufrimientos que las tiranías de Trujillo, Somoza y Duvalier, para mencionar a tres de las más atroces que ha padecido América Latina- hubiera repetido, en lo de idiotizar moralmente a la intelligentsia y a las élites políticas del mundo entero más diversas y antagónicas, el milagro de San Martín de Porres de hacer comer en un solo plato a perros, ratas y gatos.

Que ni siquiera la ferocidad de este escarmiento disuadiera a los cubanos de su voluntad de escapar, y que, desde entonces hasta ahora, la lancha de línea a Kegla y Casablanca haya sido secuestrada dos veces más y desviada a Florida,

es clamorosamente elocuente sobre la desesperación de los cubanos y los extremos de miseria e inhumanidad a que ha llevado el delirio mesiánico de Fidel Castro y sus políticas colectivistas a un país que, pese a la injusta distribución de la riqueza de entonces y la corrupción y crímenes de la dictadura de Batista, tenía hace treinta y cinco años una de las economías más sólidas del continente.

Éste es el contexto de lo sucedido en la mañana del 5 de agosto. Atraídas por uno de esos rumores que propaga el tam-tam humano y que en las sociedades totalitarias hacen las veces de información (más confiable, en todo caso, que la qué vierten los medios oficiales), según el cual la lancha a Regla y Casablanca sería una vez más desviada hacia Florida, unas quinientas personas comparecieron en el embarcadero. Cuando la policía anunció que la lancha hoy no saldría y pretendió dispersarlas, comenzaron las protestas. Al improvisado mitin se irían sumando varios miles de transeúntes (ésa es la cifra que dan The New York Times y France Presse, en tanto que Prensa Latina, la agencia oficial cubana, y el corresponsal de EL PAÍS sólo señalan unos centenares) y paseantes de los alrededores hasta formar una masa compacta que, partiendo del Castillo de la Fuerza, recorrió el Malecón coreando "¡Libertad! ¡Libertad!" y dando mueras a Fidel y a la dictadura. Un kilómetro avanzaron antes de que les cayeran encima las fuerzas de la seguridad, y, armadas de palos y fierros, las pandillas de delincuentes, vagos y matones de las llamadas Brigadas de Acción Rápida, adiestradas especialmente por el régimen para mantener en el terror a la población civil (una de sus más publicitadas proezas fue apalear y hacer tragar sus papeles con versos a la poetisa disidente María Elena Cruz Varela). Los rebeldes se les enfrentaron como pudieron y en la violenta refriega hubo tiros y decenas de heridos, acaso muertos. Quienes burlaron el cerco policial se dispersaron por las callejuelas del centro y por distintos barrios de La Habana, donde continuaron voceando estribillos contra el régimen y por toda la ciudad hubo incidentes y ocasionales protestas entre los vecinos hasta que al amanecer del sábado las fuerzas de choque y la vasta movilización policial impusieron el orden.

Que Fidel Castro se sintiera obligado a salir en persona a verificar cómo se reprimía la revuelta y a representar un par de veces por televisión, en un mismo día, sus habituales mojigangas retóricas dice mucho sobre la desagradable sorpresa que ha debido de ser para él ese estallido rebelde por parte de un pueblo que parecía lo bastante

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¡Con ustedes!

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amordazado, asustado y degradado por tres decenios y medio de despotismo totalitario como para atreverse todavía a reclamar su libertad. Y dice aún más sobre el cinismo y la desvergüenza del personaje que su reacción a lo ocurrido consistiera en amenazar a Estados Unidos con abrir las alambradas del campo de concentración que ha hecho de Cuba de modo que millones de cubanos enloquecidos por el deseo de escapar fueran a invadir su territorio. Qué mejor confesión que ésta, puesto que viene de la boca misma del jefe máximo, de que Cuba es ahora un puro infierno para ese pueblo infeliz que en el Año Nuevo de 1959 recibió alborozado una revolución que le prometía el paraíso.

¿Lo entenderán así, por fin, todos aquellos que, sin ser comunistas, e incluso jactándose de demócratas y de socialistas democráticos y de cristiano-demócratas y hasta de liberales, siguen poniendo su granito de arena cada día para preservar la dictadura castrista? ¿Lo entenderán el pequeño diputado, el ínfimo alcalde, el ministro megalómano, el respetadísimo presidente o magistrado o rector, de los países democráticos que hace el viaje a La Habana y se abraza con Fidel Castro y aporta ese átomo de credibilidad y de normalidad a su régimen de oprobio a cambio de sentirse importante por unas horas, de recibir su estipendio de publicidad o creyendo que así borra su pasado de autoritario y de fascista? ¿Lo entenderán esos presidentes latinoamericanos que invitan al dictador a sus congresos y alternan alegremente con él confiriéndole de este modo, ante la comunidad internacional, una apariencia de legitimidad?

No, no lo entenderán. Porque, mientras no demuestre lo contrario, el oportunista y el cínico prevalecen siempre sobre el hombre decente y de principios en el político profesional. Y nadie ha sacado hasta ahora mejor partido del alma pequeña y de los dobleces sórdidos de la vanidad de los politicastros que Fidel Castro. Que lo diga, si no, el señor Gaviria, ex presidente de Colombia y diligente celestina del dictador ante la comunidad iberoamericana, impuesto ahora por la Administración de Clinton como secretario general de la OEA con la misión específica de incorporar a Cuba al sistema interamericano -ésa es la fórmula poncio-pilatesca- siempre y cuando, claro está, la isla pase de estado comunista a autocracia capitalista, según el modelo de China Popular.

Tampoco lo entenderán el pastor cándido o el cura sabidillo o la matriarca justiciera que "rompen el bloqueo" cada tanto tiempo, encuadrados de fotógrafos, llevando a Cuba costales de harina o un tractor para mostrarle al mundo lo mal que anda el desamparado David por las iniquidades que urde contra él el vesánico Goliat. Y menos aún lo entenderán los intelectuales progresistas, "esa especie numerosa, víctimas de hemiplejía moral como los lapidó Revel, siempre dispuestos a vociferar contra los atropellos de las dictaduras de derecha y a callar como unas tumbas cuando la que tortura, asesina, reprime y censura es una de izquierda. Si de ellos hubiera dependido, Stalin seguiría en el Kremlin, Ceausescu en Rumanía, Enver Hoxha en Tirana y Fidel Castro en Cuba, hasta la consumación de los siglos.

Los cubanos que ese viernes memorable del 5 de agosto manifestaron en el Malecón de La Habana en nombre de su dignidad vejada por la tiranía y los muchos millones que todavía no han osado hacerlo no pueden esperar ninguna ayuda material de esas gentes, ningún apoyo moral ni simbólico. Por el contrario, deben estar preparados a seguir recibiendo las mismas puñaladas traperas y las innumerables traiciones que el mundo democrático les inflige cada día, desde hace tres décadas. Si quieren lograr su libertad, deben conquistarla solos, como los rusos y los checos, los polacos o los húngaros. A fuerza del mismo coraje que derrocharon en el Malecón de La Habana, bajo ese cielo maravilloso que cantó Cernuda, esos hombres y mujeres a los que hoy día la dictadura persigue o, en los calabozos del horror descritos por Reinaldo Arenas y Armando Valladares, hace pagar cara su osadía.

Los que quisiéramos ayudarlos -con todo nuestro corazón, con toda la fuerza de nuestras convicciones- no podemos hacer mucho, por desgracia. Somos pocos y siempre los mismos, un grupo marginal que se desgañita gritando al viento, como canes que ululan a la luna. Salvo, tal vez, dejar constancia, escribiéndolo y firmándolo: "Estuvimos también allí, con ustedes, bajo el sol ígneo, desfilando y gritando, en el muelle de la Luz, en el Castillo de la Fuerza, en el Malecón salpicado por el agua del mar, gritando y desfilando, y enfrentando también nuestros puños a los palos y fierros de los matones y a las pistolas y metralletas de los centuriones y coreando también '¡Libertad! ¡Libertad!' hasta perder la voz en las barbas del tirano. ¡Con ustedes!".

Copyright , 1994.

Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1994.

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