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Reportaje:

Purgatorio urbano

Los cubos que usurpan el nombre del lugar, encomendado, según el callejero, a Santa María Micaela, se derraman en metálica y herrumbrosa cascada sobre la embocadura del paso subterráneo. A la sombra de la Torre de Madrid, provinciano menhir acomplejado por sus hermanos mayores de Azca y de la Castellana, se hunde, que no se alza, la llamada plaza de los Cubos. A nivel de la calle de la Princesa, la plaza es un rectángulo flanqueado por edificios poliédricos, un conjunto alérgico a las curvas, plaza dura, a la que asoman, casi siempre ciegas, las ventanas de un populoso bloque de apartamentos, refugio ocasional de célebres artistas en trance de gira, mudanza o divorcio, albergue de cortesanas en fase ascendiente y guarida de otras criaturas noctámbulas e insomnes: videntes y transformistas, actrices y actores en oferta, músicos vagabundos y golfos de variado pelaje.Comparten la superficie de la plaza, en estos días de verano, terrazas de burgers, cafeterías, cervecerías y mesones que compiten por atraerse a la clientela de las salas de cine que amueblan el entorno con las más variadas ofertas, de la vanguardia en versión original a los más idolatrados estándares del momento. La impersonal y espurea plaza sirve también de parking para motoristas intrépidos, centauros ufanos de sus respectivas y rutilantes máquinas, que conciertan sus tertulias vespertinas alrededor de sus amados trastos, como expositores privilegiados en una feria de ganado.

En los sótanos deja plaza de los Cubos, entre pubs, discotecas y salas de cine, un salón de juegos electrónicos exhibe múltiples y refinadas opciones de exterminio, juegos virtuales en los que, mediante pago, el player one puede aniquilar, a su placer y con el concurso de las más modernas y letales armas del arsenal contemporáneo y futurible, a toda laya de rivales: extraterrestres hostiles, robots asesinos, terroristas nucleares, narcotraficantes perversos, marginados y disidentes en general. Matar, mucho y bien, o correr impunemente a velocidades de vértigo son las recompensas más frecuentes que ofrecen a sus usuarios las máquinas simuladoras, cada día más verídicas, más realistas. Pantallas de alta definición con actores de carne y hueso que se convulsionan y mueren mil veces cada día al ser alcanzados por los inofensivos dardos que dispara la entusiasta clientela, bólidos teledirigidos que se estrellan espectacularmente contra los pérfidos escollos del circuito cibernético.

De esta plaza de los Cubos salieron, en infame razia, los asesinos de la dominicana Lucrecia, quizá hartos de matanzas virtuales, deseosos de probar, en carne viva y directa, el placer de matar. Replicantes programados para desempeñar su papel criminal, zombis dispuestos a interpretar hasta las últimas consecuencias su papel de justicieros en una ignominiosa parodia del bonito juego del terminator, robocop, superkiller. Una de las máquinas más espectaculares del salón promete al usuario las más violentas emociones, el placer de disparar, desde un coche patrulla, a doscientos por hora, sobre el vehículo en el que huyen los presuntos delincuentes. En los paneles y las pantallas asoman sus reverenciadas jetas Indiana Jones y Arnold Schwarzenegger, demonios tentadores que incitan a depositar un coin como peaje de sangrientas y ficticias autopistas de locura.

Un burger, homologado en multinacional cadena, afronta la competencia de un mesón paredaño que no se rinde y recompone sus típicos menús en un surtido de rotundos platos combinados. Abunda la comida rápida, dieta urgente para adolescentes atrapados por los engañosos cantos de sirena del "sírvase usted mismo" (no sabe usted lo que nos ahorramos en camareros) y de la supermaxihipermegamacrohamburguesa definitiva.

La plaza de los Cubos, animada por sombrillas publicitarias y neones de vivísimos colores, no escapa de su destino como lugar de paso, marco de relaciones efímeras, de encuentros y desencuentros azarosos y fútiles. Plástico, líquido maleable y funcional receptáculo, crisol aséptico en el que se diluyen ludópatas, psicópatas, cinéfilos, motófilos y jóvenes y anónimos parásitos que deambulan, sin rumbo, por los sombríos vericuetos de este laberinto sin alma incrustado en las proximidades de la ventosa plaza de España.

Una batería de contenedores metálicos con forma de trapecios invertidos decora con sus angulosos perfiles el fondo de la plaza. Los rollos de moqueta y los cartones de embalar aún no son lo suficientemente desechables, manos expertas y afanosas rebuscan entre las ruinas y recuperan objetos aún aprovechables para darles una segunda y penúltima oportunidad. Un cercano establecimiento de fotocopias y reprografía ha arrojado esta noche a las profundidades de los cubos, planos, esquemas y documentos pertenecientes a la base naval de Morón de la Frontera, diagramas y circuitos que tientan inútilmente la imaginación de presuntos agentes secretos. Vendedores de tabaco rubio de contrabando ofrecen su mercancía en improvisados tenderetes y en los dominios del drugstore, al fondo de la plaza, docenas de ojos, humanos y electrónicos escrutan las idas y venidas de la clientela entre los mostradores donde se exhiben los periódicos marcados con la fecha de un día que aún no ha comenzado.

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La plaza de los Cubos alcanza temperaturas de invernadero en esta noche veraniega y los viandantes se dejan seducir por el runruneo de los aparatos de aire acondicionado. Un panel luminoso exhibe las ofertas nocturnas de los locales de la zona, las bellezas al desnudo del sexy-show de madrugada y los chascarrillos de caricatos ungidos por la efímera fama de los canales de televisión, discotecas especializadas en ritmos tropicales, cervecerías teutónicas, pizzerías italianas, bocadillerías y otras especialidades sucedáneas y contemporáneas.

Falta una playa en las proximidades, aunque predominen entre la fauna noctívaga los atuendos playeros, bermudas y shorts, camisetas pegadas a la piel, tops milagrosamente mantenidos por los pujantes atributos de sus usuarias o por la complicidad ortopédica del mágico wonder bra. La plaza de los Cubos merecería estar ubicada en los arenales de Benidorm o de Marbella, en la playa del Inglés o en los umbrales de cualquier purgatorio estival.

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