_
_
_
_
Tribuna:VERANO 94
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Mecánica popular

Último capitulo

Juan José Millás

Relato de El mensajero se ofendió mucho. Dijo:

-Se equivoca usted. Sí lo entiendo, pero son asuntos que no piensas hasta que das con el ambiente adecuado. A mí, la verdad, esto de que las cosas cambian y ya no sabe una lo que son también me ha ocurrido alguna vez. Y sin drogarme. Pero esto de ustedes es que es exagerado.

Era un muchacho arrebatador: se movía entre la incertidumbre y la certeza, entre lo masculino y lo femenino, como un niño entre la fantasía y la realidad. A mí me gustaba mucho ese gesto de desafío con el que sin embargo comenzaba a aceptar lo que veníamos explicándole desde que entró.

-Nosotros -dije encogiéndome con gesto seductor dentro del abrigo- somos mayores; tenemos otra situación económica y podemos hacer las cosas a lo grande.

-Lleva razón -se rindió al fin seducido por el abrigo de visón- y me va a perdonar que antes afirmara que era usted un hombre. En realidad, es una mujer. Y muy elegante, por cierto.

-¿Y yo? -preguntó Francisco preocupado.

-Usted es un tío, sí señor. Y esta gata es de lujo, vamos, una persa.

-Las persas tienen el pelo más corto -señalé- Me parece que es de angora.

-¿Y Angora dónde está, en Buenos Aires o en Madrid? -preguntó Francisco.

-No te pongas ahora pesado con eso, creo que estaba en Asia, pero a lo mejor Asia está en este sofá. Todavía no le hemos dado las gracias al muchacho por lo que nos acaba de decir. Muchas gracias, hijo.

-¡Ya me gustaría ser su hijo! -dijo con expresión de codicia.

-Y a mí tu marido -añadió Francisco en un ataque de celos. Por un momento sentí que yo llevaba escrito en la frente el destino, de los dos, aunque ninguno se hubiera dado cuenta.

Me encontraba tan a gusto allí, con aquella familia que se acababa de crear de manera espontánea, que habría dado lo que fuera para que ese instante no se rompiera nunca. Recuerdo que la gata me rozó los pies y que yo le acaricié el lomo. Todo era perfecto, aunque había algo en el gesto de Francisco que me preocupaba. Lo atribuí a los celos, todos los hombres los tienen de sus hijos en algún momento.

-¿Qué te pasa, Francisco? -pregunté con expresión de paciencia.

-Nada.

-No, dilo.

-Nada, no me pasa nada, de verdad.

-Como si no te conociera -dije-; estás preocupado,por algo. ¿Es por el muchacho?

-¡Pero si es una chica! -gritó fuera de sí.

El motorista, quizá creyendo que de ese modo aumentaba la complicidad establecida conmigo dijo:

-Pues si yo soy una chica, usted es una tía disfrazada de hombre, ya está.

Francisco se acercó al motorista con la mano levantada y yo me tuve que poner en medio de los dos para que no descargara su rabia contra él. Pero eso le puso todavía más furioso, así que le dio una patada a la gata, que salió arrastrándose en dirección a la consulta, con una pata rota. Tuve que cerrar la puerta para no oír sus maullidos.

-¿Pero por qué te empefias en que sea una chica? -pregunté con gesto de súplica.

-Si no es que lo diga yo, lo ha dicho ella -argumentóAnda, ¿por qué no te abres la cazadora otra vez? Que te veamos las tetas.

-¡Grosero! -gritó el rnuchacho.

-Cállate -le ordené yoSiéntate de nuevo y quédate callado, que ahora estamos hablando los mayores.

No soporto estas escenas familiares. Tampoco soy de esas mujeres que dan la razón siempre a los hijos para fastidiar al marido, pero hay que reconocer que Francisco estaba obcecado. Yo creo que tenía miedo y el miedo siempre nos hace actuar con violencia.

-También al principio te creías que estábamos en Buenos Aires -le dije- y al final tuviste que aceptar que estabas en Madrid. ¿No te ha servido eso de lección? ¿Por qué no eres más tolerante con los deseos del muchacho? ¿Acaso crees que si se queda con nosotros voy a cuidar menos de ti?

En lugar de responder, se sentó en el otro extremo del sofá y empezó a construir un silencio rencoroso. Yo me temía lo peor, pero ya estoy acostumbrada a lo peor, de manera que me senté entre los dos a esperarlo.

Al poco, Francisco me miró con miedo, como si se hubiera dado cuenta de repente de que yo llevaba escrito en la frente su destino y no pudiera soportarlo. En seguida comenzó a tiritar, haciéndome ver que estaba en Buenos Aires, al mismo tiempo que yo me ahogaba en un sofoco. Quise atribuirlo a la menopausia, pero soy joven para eso, dé manera que hube de admitir íntimamente que hacía calor. Entonces él se levantó, se puso frente a mí con la cabeza agachada y me pidió que le devolviera el abrigo.

-¿Por qué? -dije- Sabes que me gusta mucho.

-Porque tengo frío.

Me volví al muchacho, apoyándome en su hombro con intención de llorar, pero no me salían las lágrimas, quizá ya no era una mujer. En cualquier caso, el motorista era una motorista, se lo noté en los ojos, y de súbito parecía tan asustada como Francisco por lo que ocurría allí. De manera que rechazándome se incorporó y salió corriendo en dirección a la puerta por la que habíamos entrado todos sin que nadie hubiera logrado salir hasta el, momento. Yo contuve la respiración unos segundos alimentando la esperanza de que. apareciera otra vez en seguida con cara de desconcierto, pero se ve que en esa ocasión sí había logrado salir porque no regresó. Me volví a Francisco y, resignada, (resignado ya, en realidad) le dije:

-Te lo devuelvo todo; el abrigo, la falda, la melena, todo. Y tú dame mis calzoncillos y mi traje.

Nos metimos en el aseo para cambiarnos los nombres y la ropa, pero yo tuve la impresión de que lo que de verdad intercambiábamos eran los cuerpos: yo me ponía sus brazos y sus piernas y sus genitales masculinos, mientras que él (ella en realidad) se colocaba mi melena y mi vientre y mi pikuki, no olvidaré jamás ese nombre, pikuki. Al salir, nos hablábamos nuevamente de usted. Ella era una de esas mujeres que llevan escrito en la frente mi destino. No he conocido a muchas, pero siempre que me he tropezado con alguna he huido de ella con idénticas dosis de arrepentimiento y de dolor.

Me senté en el sofá con el gesto de un hombre vencido y la contemplé lleno de agonía mientras iba de un lado a otro de la sala dentro de su abrigo de visón. A ratos me acordaba de su meato urinario y a ratos de su pezón retráctil y me moría de las ganas de decirle una grosería. No lo hice por temor a que ella no captara la nostalgia en la que habría ido envuelta esa grosería, pero también porque llevaba dibujado en su rostro ese desconcierto característico de las mujeres que llevan escrito en la frente mi destino. Dios mío, me moría de ganas de decirle algo, pero todas las palabras se deshacían en la boca antes de atravesar la. empalizada de los dientes. Afortunadamente, como soy un seductor, logré liberar los recursos que suelo utilizar con las mujeres que no llevan escrito en la frente mi destino. Dije:

-No sé cómo puede soportar ese abrigo con el calor que hace.

La verdad es que no hacía calor, pero tampoco habría sido capaz de decidir en ese instante si el frío venía de afuera o lo llevaba yo dentro, en mis entrañas, como una prótesis interior que. me ha acompañado toda la vida, porque siempre, desde muy pequeño, he tenido frío; quizá por eso soñaba con estar en el interior de aquel abrigo de visón, con ella a ser posible, diciéndonos el uno al otro esas cosas que sólo pueden decirse de los cuerpos, porque los cuerpos (ahora sé que es verdad, que la mecánica no miente) sustituyen, como el pronombre, a algo de lo que estamos amputados y de lo que no podemos hablar sin la mediación de los órganos porque no sabemos qué es.

Ella se volvió hacia mí con una expresión de desconcierto enloquecedora (ésa es una de las características de las mujeres que llevan escrito en la frente mi destino, el desconcierto) y dijo:

-¿Por qué dice usted que hace calor?

-Porque lo hace. Además, es normal, estamos en agosto.

-En Buenos Aires, en agosto, hace mucho frío.

No pude continuar porque sabía que algo se había roto entre nosotros, quizá lo había roto yo sin darme cuenta (ésa es otra de las características de las mujeres que llevan escrito en la frente mi destino: que entre ellas y yo siempre hay una cosa Tota). Además, si he de decir la verdad, a esas alturas yo no habría podido asegurar que estuviéramos en Madrid. De manera que permanecí callado, enfermando de amor por aquella mujer inalcanzable. Entonces, se abrió la puerta de consulta, apareció la doctora cojeando de la pierna derecha y dijo que pasara el primero, que era yo.

Mañana comenzará la publicación de El caso del escritor desleído, un relato en siete capítulos de Juan Marsé, ilustrado por Txomin Salazar.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_