Verano rojo en nombre de Dios
Golpeando dentro y fuera del mundo musulmán, los terroristas del partido de Dios están contribuyendo a teñir de sangre un verano ya suficientemente protagonizado por la muerte en Ruanda y Bosnia. De inspiración shií, como son, al parecer, los autores de los recientes atentados antijudíos en Buenos Aires y Londres, o suní, como los que ayer asesinaron en Argel a cinco funcionarios franceses, estos verdugos son una de las más brutales manifestaciones de la emergencia de un nuevo totalitarismo.El islamismo no es un movimiento de regreso piadoso a las fuentes del islam. Como intentan explicar numerosos especialistas occidentales y musulmanes, el islamismo es un fenómeno político nuevo. Es el fruto de una lectura selectiva y tendenciosa del Corán por gente que ha cursado estudios universitarios, en muchos casos carreras de carácter científico y técnico. Es un monstruo nacido del aparejamiento salvaje entre el mundo musulmán y el occidental.
Los islamistas convierten la idea de Dios en partido de Dios, del mismo modo que los totalitarismos laicos occidentales crearon partidos de la raza, la nación o la clase obrera. Pretenden recrear los tiempos míticos de Mahoma y los cuatro primeros califas, pero reemplazando el amplio espíritu de tolerancia para la época que caracterizó al profeta por una intransigencia militante inspirada en el fascismo y el estalinismo. Sueñan con un Estado teocrático que incorporaría la ciencia y la tecnología occidentales pero sin la democracia y los derechos humanos; un Estado que, como ya lo hacen los wahabitas de Arabia Saudí, estaría dispuesto a hacer negocios con todo el mundo, siempre y cuando nadie se inmiscuyera en sus asuntos internos.
Hace un par de días, el sudanés Hasán al Turabi, bien trajeado y encorbatado, terminó su entrevista con la redactora de EL PAÍS Georgina Higueras invitando al Gobierno y los empresarios españoles a abrir oficinas en un Jartum en el que se aplica rígidamente la sharia. Al Turabi, guía de muchos islamistas norteafricanos, es un doctor en Derecho formado en Londres y París. Y hace unos años, en el Beirut de los secuestros de occidentales, Mohamed Hussein Fadlalah, líder del Hezbolah, me confirmó que uno de sus hijos estudiaba en una universidad norteamericana. "Ya dice el sagrado Corán que hay que buscar la ciencia aunque sea en China", sentenció.
No son los líderes islamistas unos parias enloquecidos. Son tipos inteligentes que conocen a Occidente mucho mejor de lo que nosotros conocemos el mundo musulmán. Y las razones de su éxito entre las masas son no sólo la miseria social y económica, sino también el malestar cultural, el rechazo a una modernidad vivida como una imposición exterior.
No hay que dejarles hacer: hay que inmiscuirse. Y no sólo porque los reclutas de Al Turabi o Fadlalah asesinan a occidentales, sino porque no puede consentirse que decenas, cientos de millones de personas sean aplastadas por este nuevo totalitarismo. Hay que salvar la vida de la escritora bengalí Taslima Nasrin y hay que impedir que el pueblo argelino termine siendo gobernado por gentes como las que ayer mataron a los cinco franceses.
Ayudar a los millones de argelinos que no quieren ni militares ni islamistas, a esa mayoría de musulmanes que, desde Marruecos a Indonesia, desean practicar en paz su religión sin verla convertida en un sistema de organización dictatorial de la vida pública y privada, pasa por ser coherentes con nosotros mismos. Por abandonar el doble rasero en nuestra política respecto al Tercer Mundo. Por no descalificar al islam en su conjunto cuando queremos referirnos a una particular interpretación del mismo. Por sostener a los liberales de dar el Islam. Por vincular nuestra colaboración económica a una evolución progresiva y respetuosa de la identidad cultural hacia los derechos humanos. Por tener la cabeza fría a la hora de analizar y el corazón valiente en el momento de intervenir. Siendo nosotros mismos ayudaremos a los musulmanes a ser ellos mismos.
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