Del bronceado carcelario a la minipestaña
Antiguamente, los presos salían de las cárcel es con la enfermiza palidez de quienes han estado "a la sombra", expresión inseparable de la perdida libertad. En tiempos de los trabajos forzados, ese curtido de cara, cogote y antebrazos era también común entre los extinguidos peones camineros, gente solitaria y laboriosa que vivía en exiguas casetas, parcheaban las carreteras y los senderos y constituían el último eslabón en la cadena de los funcionarios del Estado. Ya no hay, al menos en su anterior apariencia, peones camineros y tampoco presidarios exangües de pies y miradas huidizas.Quizá sea la confusión del cambio de milenio y sus trastornos, pero muchas cosas dejan de parecerse a lo que fueron, sin que nos apercibamos. A estas alturas podemos encontrar a una persona conocida, o simplemente notoria, luciendo un atractivo y cosmopolita bronceado, circunstancia que antes apenas despertaba la inane curiosidad de atribuirlo a la brisa marina, las saladas arenas de una playa, el espigado viento estival de la montaña y el moreno mate de la piscina municipal o la terraza casera.
Hay otro tono tostado que ahora puede ir acompañado de clamorosa publicidad indeseada. ¿Bronceado de litoral, de Pirineos, de azotea o de Alcalá-Meco? Por frecuentes reportajes, televisados sabemos lo proclives que son algunos proscritos, convictos o presuntos confesos a tomar el sol en los incómodos tejados carcelarios. Dejaron de estar a la sombra, lo que, sin duda, habría satisfecho moderadamente a doña Concepción Arenal y disipado el lóbrego horror de los baños de Argel y las prisiones encadenadas de Segismundo.
Como de puntillas, desaparecen hábitos, cosas que tenían fijeza estacional, desconocidas de las presentes generaciones. De las cervecerías de la plaza de Santa Ana, de Santa Bárbara, de la calle Serrano, se ha esfumado, tenue y definitivamente, el vendedor de mojama, camarones y cangrejos de río, radiante de blancura la chaquetilla, calada la gorra de visera y colgada junto al codo la cesta de mimbre, cubierta por un paño inmaculado la sabrosa mercancía que estimulaba la sed y tan bien casaba con el amargo sabor de los bocks y las cañas. Una artera e impune política fluvial ha deshabitado los ríos manchegos de sus oblicuos moradores, deliciosa su escasa carne y suculentas pinzas. ¿Qué se hizo de los vendedores de mojama, tasajo y bocas de la isla?
Otro cambio aún que, con la reserva que requiere y la mayor de las consternaciones, me atrevo a señalar con alarma y deseo de ser una engañosa apreciación subjetiva: las pestañas femeninas. Mi medio de transporte y desplazamiento por Madrid es el colectivo y ello me ofrece una discreta observación de mis paisanos. Desde hace semanas miro de reojo al rostro de las mujeres jóvenes; es un gesto atávico que, simplemente, ha modificado el objetivo anatómico. En edad más temprana la atención se deleitaba en otras zonas corporales. Ahora me fijo al través, desde arriba, si van sentadas, de perfil y desde cualquier ángulo desapercibido, en las pestañas y descubro, con desasosiego, que son, o me parecen, más cortas y menos umbrías que antes. He insistido en la investigación, tanto como permite la buena crianza, y desechado el aditivo del rimel, más o menos sofisticado, subsiste la impresión de que no son aquellas sedosas, curvadas, espesas y acariciantes pestañas que archiva mi memoria. Descartada asimismo la desafiante naturalidad juvenil, con el indudable atractivo del producto fresco y sin recargos, sobrevive la impresión ominosa de que no son la s de antaño. Quizá venga compensado porque lucen ahora piernas más largas y hechuras dos o tres tallas mayores. Váyase lo uno por lo otro.
Si desaparecen los peones camineros, el bronceado se procura en el trullo, no hay mojama ni cangrejos y se devalúan los ojos de nuestras conciudadanas y su incitante y peligroso parpadeo, estamos aviados. Lo siento, sé que me vuelvo anticuado, que soy viejo, pero no estoy por la pestaña-mini. Algo debería hacer quien corresponda.
Eugenio Suárez es escritor
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