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Mecánica popular

Juan José Millás

Capítulo 1Relato de

Llevaba más de media hora en aquella inhóspita sala de espera, sin que me atendiera nadie, cuando se abrió la puerta y apareció una mujer en cuya frente estaba escrito mi destino. Reconozco en seguida a esa clase de mujeres, porque siempre que se han cruzado en mi existencia he huído de ellas con idénticas dosis de arrepentimiento y de dolor. Y es que no puedo mirarlas sin agonizar, de manera que temí que fuera la doctora y tuviera que abrir la boca delante de sus ojos. Por fortuna, se trataba de una paciente, pues tras preguntar si era yo el último, aunque no había nadie más, se puso a recorrer la sala de un lado a otro. Estábamos en los primeros días de agosto, pero ella llevaba un abrigo de visón que la envolvía hasta los tobillos. Sin embargo, lejos de sudar, se estremecía dentro de la piel con el gesto con el que nos encogemos dentro de la cama cuando suena el despertador y el dormitorio está frío. Y se encogía del tal modo que uno deseaba encontrarse también en el interior de aquel abrigo de piel, con ella a ser posible. Siempre me ha dado mucha vergüenza sudar delante de las mujeres que llevan escrito en la frente mi destino, así que no sabía qué hacer para ocultar mi malestar creciente.

Como soy un poco mujeriego y aquello empezaba a una tortura, intenté liberar los recursos que utilizo para seducir a las mujeres que no llevan escrito en la frente mi destino, y al poco fui capaz de dirigirle la palabra con algún descaro:

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-No sé cómo puede soportar ese abrigo con el calor que hace- dije.

Ella me miró con una expresión de desconcierto enloquecedora (ésa es una de las características de las mujeres que llevan escrito e la frente mi destino, el desconcierto) y preguntó con ingenuidad:

-¿Por qué dice usted que hace calor?

-Porque lo hace -respondí-. Además, es normal, estamos en agosto.

-En Buenos Aires -dijo- hace mucho frío en agosto.

-Sí -argumenté yo-, pero es que estamos en Madrid.

-No me diga...

Compuso tal expresión de perplejidad que parecía que de verdad dudara sobre el lugar en que nos encontrábamos "A mí me hizo gracia esa duda y me crecí de manera quizá un poco miserable frente a su miedo. Recuerdo que sonreí con suficiencia mientras le preguntaba:

-¿De verdad creía que estábamos en Buenos Aires?

- No sé, ya me hace usted dudar...

Comprendí que estaba en mis manos y pensé que quizá no se tratará una de esas mujeres que llevan escrito mi destino en la frente. A veces, te equivocas. Parecía tan desamparada que empecé a encontrar placer en la posibilidad de seducirla. Dije:

-Usted no sé en dónde estará, pero yo, desde luego, estoy en Madrid y en Madrid en agosto hace calor.

Ella miró a su alrededor como buscando alguna referencia que pusiera en cuestión, o quizá confirmara mis palabras, pero la habitación estaba muy desnuda y la única ventana daba a un calendario que había en la pared y tras colocarse unas gafas de vista cansada (quizá eran sus ojos casados los que me habían persuadido de que se trataba de una de esas mujeres), leyó algo escrito en él.

-Aquí pone "impreso en los talleres de Sergio Dacosta, Tucuman, provincia de Buenos Aires".

Yo, como por llevarle la corriente, porque estaba empezando a gustarme con locura esa mujer, me levanté y fui a leer la inscripción.

-Pues sí -concedí-, pone eso, pero no tien nada que ver. Sin embargo, ha consguido usted sugestionarme. Parece que empiezo a tener frío, como si nos en contráramos en Buenos Aires.

Lo dije por no interrumpir la conversación, pero lo cierto es que me encontraba algo desnudo con el traje de lino. Cuando intentaba averiguar de dónde podía proceder aquel frío, ya que no había aire acondicionado a simple vista, habló ella:

-Pues debe tratarse de una sugestión mútua, porque yo empiezo a tener calor, como si estuviésemos en Madrid. Con este abrigo...

-Qué mundo -respondí yo acercándome un poco para valorar su perfume-, ya no sabe uno ni dónde está.

-Ni quién es -respondió-; no sabe uno dónde está ni quién, es.

Intrepreté que se trataba de una invitación a que nos presentáramos y le extendí mi mano:

-Perdón, no me he presentado todavía: Francisco Ureña, encantado.

-Beatriz Tomé -respondió entregándome la suya, a la que obligué a permanecer entre las mías unas décimas de segundo más de lo socialmente aceptado.

-Bueno -añadí con expresión divertida-, por lo menos estamos de acuerdo en quiénes somos.

Entonces ella, Beatriz, hizo un gesto de aturdimiento, como si se encontrara a punto de desmayarse, y tras dar dos o tres pasos sin dirección precisa se derrumbó sobre el sofá y rompió a llorar.

-Yo no, la verdad -dijo entre hipidos-, he dicho lo que Beatriz Tomé por decir algo, pero no estoy segura. Si esto es Madrid, a lo mejor no soy Beatriz.

Me quedé un poco desconcertado, sobre todo porque me pareció que lloraba como las mujeres que llevan escrito en la frente mi destino. Finalmente, dije:

-Bueno, no se ponga así; quizá estemos en Buenos Aires. De hecho, he empezado a tener frío, ya se lo he dicho.

Ella contiuó llorando con esa clase de fragilidad que me enloquece; de manera que volvió a salir el seductor que hay en mí y, en un gesto de protección típicamente masculino, me senté junto a ella, la tomé por los hombros y la atraje hacia mí. Mientras la acariciaba para darle consuelo empecé a descubrir sus formas debajo del abrigo y debí de perder por un momento el sentido de la medida, porque se incorporó de súbito, ofendida, y, tragándose las lágrimas, me gritó:

-¿Pero por quién me ha tomado usted?

-Lo siento -me disculpé-, sólo pretendía consolarla.

-¿Y para consolarme me tiene que tocar todo el cuerpo?

-Perdone -insistí-, es usted muy atractiva y posiblemente me he dejado llevar, pero le aseguro que no es mi estilo.

Me levanté y comencé a recorrer la sala de espera de un lado a otro, en parte para que se tranquilizara al verme lejos de ella, pero también porque el frío había aumentado y no podía quedarme quieto sin temblar. Una inquietante extrañeza, acentuada por el silencio que se había establecido entre los dos, se apoderó de mí. Finalmente, ella habló, quizá con intención de romper de nuevo el hielo, pero dijo algo desconcertante:

-Está tardando mucho la peluquera.

-¿Qué peluquera? -pregunté yo asombrado.

-La peluquera, qué peluquera va a ser.

-Pero, mujer, si esto es una clínica dental.

Ella adoptó la misma expresión de desconcierto que cuando le dije que estábamos en Madrid y yo vi escrito de nuevo mi destino en su frente, pero esta vez me sentí poseído de una fortaleza especial y no huí.

-Que dice -articuló.

-Yo, por lo menos, he venido a arreglarme la boca.

-Pues yo a cortarme el pelo.

La sensación de extrañeza creció dentro de mí, asociada esta vez al frío. En realidad, ya no podía distinguir la extrañeza del frío, parque los dos se habían instalado en el centro de mis huesos y desde allí irradiaban al resto del cuerpo una suerte desvarío que se manisfestaba en una agitación incontrolable. Ella, por su parte, tenía encendida la cara, como si de repente hubiera comenzado a sobrarle el abrigo.

-Parece que tiene usted calor -dije intentando componer una expresión de broma.

-Y usted frío -respondió al instante.

-A lo mejor va a resultar que el que está en Buenos Aires soy yo -añadí continuando el juego, aunque la sonrisa se me quedaba helada.

-Y yo en Madrid -añadió ella.

-Pues nada, si esto sigue así nos cambiamos de ropa y ya está.

Entonces se quitó el abrigo y me lo ofreció con naturalidad. Yo me defendí con un gesto a la vez decía que no, por favor, que se trataba de una broma. Pero mientras hablaba, me fijé en su cuerpo y poco a poco fui descubriendo que debajo de la falda y de la blusa se ocultaban en realidad un conjunto de miembros masculinos. Comprendí, de súbito, el por qué la sensación de extrañeza que me había invadido unos minutos antes.

-Pero si usted es... -empecé a decir.

Ella miró hacia las zonas de su cuerpo a las que yo dirigía mis ojos y puso un gesto de asombro.

-¡Pero bueno -gritó horrorizada-, si soy un hombre!

Juan José Millás (Valencia, 1947) ha logrado con sus últimos libros el dificil equilibrio entre buenas críticas y tirón de ventas. Ganador del Premio Sésamo 1974 con su primera novela, Cerbero son las sombras, su reconocimiento como uno de los autores más importantes de la narrativa española contemporánea le llegó con La soledad era esto, que ganó, el Premio Nadal en 1990. Recientemente se ha estrenado como autor teatral con el monólogo Ella imagina. Roberto González Fernández nace en Monforte de Lemos (Burgos) en 1948. Uno de los más destacados representantes de la pintura realista española, vive y trabaja a caballo entre Madrid y Edimburgo. Ha realizado numerosas exposiciones en España, Estados Unidos y Gran Bretaña.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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