Un cadáver es una mariposa
La semana pasada o así, en un solo día, la Policía Nacional recogió cuatro cadáveres de otros tantos ancianos que vivían solos en diferentes pisos de Madrid. Yo no sé si esto significa algo, a lo mejor no, pero estoy seguro de que si la noticia hubiera venido en las páginas de Internacional, y el suceso hubiera tenido lugar en Moscú, habríamos pensado que cómo están allí las cosas. Yo tuve, al leerla, esa impresión francesa conocida por el nombre de dejà vu, que quiere decir que te sabes la historia, que la has vivido ya a lo largo de otro verano o de otra vida. Quizá en esa otra vida o en ese otro verano tú mismo fuiste, uno de esos ancianos que se morían solos mientras la ciudad adquiría la textura líquida de los días más calurosos del verano. O tal vez se trata de un recuerdo del futuro, de lo que te va a pasar si dejas de fumar y consigues así llegar a viejo.En cualquier caso, ya digo, se trataba de un acontecimiento familiar. Este mismo artículo me suena, quizá lo he escrito otros veranos frente a la misma situación, que continúa fascinándome. Es posible que mientras lo escribo algún anciano esté agonizando en la cocina de su casa: que cuente desde aquí con mi solidaridad, no por retórica menos sincera. Tal vez se muera mejor solo que mal acompañado. Por otra parte, es probable que esos ancianos hubieran muerto ya socialmente, de manera que con la muerte biológica no hicieron otra cosa que alcanzar su estado perfecto. La muerte, vivida así, tiene algo de metamorfosis. Uno se encierra en su casa, se aísla del paisaje, se desprende de la memoria de lo inmediato, manda al carajo la realidad, y a los pocos días, quizá a los pocos años, aparece completamente muerto. El cadáver es la mariposa del anciano.
No sabemos, pues, cuándo empezamos a morir, ni, siquiera cuándo estamos definitivamente muertos. En algunos pueblos africanos el proceso no concluye hasta que desaparecen los huesos, o bien hasta que muere el resto de la familia, o cuando el recuerdo del fallecido se ha esfumado por completo. Entre nosotros, que yo sepa, no hay una norma establecida. Y eso está mal, porque uno tiene derecho a saber cuándo está muerto para tomar las decisiones que considere oportunas. A veces, sobre todo ahora, en verano, te vas a pasear por el Retiro, pongo por caso, y tienes la impresión de que mucha de la gente que hay allí esta muerta ya. Pero si te metes en unos grandes almacenes para huir del calor, también encuentras muchos fallecidos que hacen como que se interesan por los precios para disimular su condición. Tú mismo, a veces, no sabes a ciencia cierta si estás vivo, ni ganas. Para qué.
Yo cogí el otro día un taxi sin aire acondicionado y me di cuenta enseguida de que el taxista estaba bastante muerto, no, ya por el olor, sino porque el hombre desprendía una indiferencia brutal. Intenté ha blar con él y su única obsesión era acabar de pagar la licencia (10 millones, me dijo) para dejársela a su hijo. O sea, que a veces te mueres, pero te quedas apegado a la existencia por culpa de un crédito. La vida de un hombre se puede medir en créditos. Yo tengo uno hipotecario, y estoy seguro de que resistiré, al menos, hasta que termine de pagarlo. Aunque la verdad es que ya estoy pensando en meterme en otro, quizá para prolongar un poco más la estancia en este perro mundo. Cuesta irse, la verdad, de este valle de lágrimas.
En cualquier caso, falta legislación, ya digo; por eso la gente prolonga la vida como puede, con créditos económicos o deudas morales que han sustituido a lo que antes llamábamos raíces. O sea, que a la hora de la muerte, ya que no la familia, debería estar junto a tu cabecera un ejecutivo de Cajamadrid.
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