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Judicialización o desjudicialización

A un país, incluso al propio, se le pierde pronto el pulso. Al regreso de una ausencia hay que tomarle la muñeca entre los dedos para buscárselo. Hace mes y medio este país estaba crispado y judicializado. Ahora lo encuentro menos crispado, pues ya salió del trance electoral, y más judicializado, si por tal cosa entendemos, en una primera aproximación conceptual, la abundancia e importancia directa o indirectamente política de noticias sobre sentencias y otras resoluciones judiciales. He aquí una muestra abierta de casos: la sentencia condenatoria contra los asesinos de Lucrecia Pérez, como proceso, sí, contra el racismo; pero no en abstracto por indebida presión política, sino como enjuiciamiento a unos criminales cuyo peor móvil fue el funesto impulso racista; el juicio en Santander contra Hormaechea, en el que predominan a veces las pinceladas bufas y, en otros momentos, los más negros tintes de cierta autocracia no del todo pretérita; el caso Rubio, con la ampliación de las acusaciones, por el ministerio fiscal; los aparentes arrepentidos, realmente asesinados; la continuidad indefinida y acaso inacabable del caso Filesa, instalado en un original tempo procesal lentísimo abreviado; la prisión preventiva de Paulino Barrabés...¿En qué consiste y cómo valoramos esta llamada judicialización? En un Estado de derecho, los comportamientos aparentemente delictivos, con arreglo a indicios racionales de criminalidad, deben ser denunciados, investigados, enjuiciados y eventualmente condenados. Si con frecuencia sucede que los protagonistas de tales actos son personalidades públicas u ocupan cargos políticos, la abundancia y la notoriedad sumadas producen la impresión de que la vida pública o la actividad política están en manos de los jueces, lo cual no es cierto, por fortuna, puesto que sólo entra en la esfera judicial aquello que constituye la excrecencia o la anomalía. La judicialízación, vista así, consiste en la defensa del imperio de la ley incluso frente a quienes están, por ocupar cargos públicos, más obligados a someter a derecho al ejercicio de su parte de poder.

Hay desviaciones del fenómeno dignas de ser social y políticamente criticadas y corregidas. Si se someten al Tribunal Constitucional, como sucedió entre 1983 y 1990, cuestiones que implican un traslado a sede jurisdiccional de fracasos de la oposición parlamentaria, o conflictos de competencia antes de buscar su solución negociada, se está se ha estado abusando de una instancia judicial y judicializando de modo indebido la contienda política. Un segundo factor de desviación es el necio protagonismo de algunos jueces, que, no siendo capaces de mantener su poder en una discreta penumbra y de ejercerlo con la boca callada y la pluma bien fundada, caen en la tentación de ser estrellas por un día o dos o más.

En España, todos los jueces y tribunales, lo cual significa cada uno de ellos, son indepedientes, y los poderes públicos no sólo respetan sino que protegen tal independencia. Así es y así debe ser, aunque no sea así en otros Estados, y así, sin duda alguna, va a seguir siendo. Nuestros jueces son, pues, independientes, pero eso no quiere decir que sean siempre y en todo caso buenos jueces. Hay jueces independientes y excelentes, y hay jueces independientes. no excelentes, categoría en la que caben entre otros, los arcaicos y los inexpertos, los protagonistas y los mediocres, los acomodaticios y los rebeldes profesionales. Pero todos son y deben seguir siendo independientes.Lo es y debe serlo el o la juez que a una persona gravemente indiciada de criminalidad y con perceptible tendencia a ausentarse lo citó con cinco o seis días de antelación para que se personara en el juzgado a entregarle su pasaporte, lo que fue perversa pero no ingenuamente interpretado por el interesado como involuntaria invitación a la huida. También es independiente y debe seguir siéndolo el juez que ha decidido después la prisión preventiva de Paulino Barrabés, cuya proclividad a escapar de la acción de la justicia parece nula, ninguna. Los remedios democráticos contra las resoluciones judiciales tal vez equivocadas de jueces independientes son la crítica pública y razonada y la utilización del sistema de recursos que la legislación proporciona.Pero he aquí que el presidente del Gobierno de Italia, haciendo gala de la capacidad creativa de los políticos de aquel país, ha inventado otro procedimiento: la supresión por decreto con valor de ley ordinaria de la prisión preventiva para los procesados por delitos de corrupción, haturalmente, con efectos de aplicación inmediata en favor de quienes estuvieran sufriéndola o de quienes para no padecerla huyeron. Aunque el artículo 77 de la Constitución italiana no sustrae, como la nuestra, determinadas materias a la regulación por decreto-ley, es posible dudar de la constitucionalidad de éste, al menos de su "extrema necesidad y urgencia", y también puede suceder que el Parlamento no lo convalide. Pero dará igual lo que en su día puedan decir las cámaras o la Corte Constituzionale, porque para entonces, en realidad para hoy mismo, ya no quedará en prisión preventiva ni un solo político o empresario gravemente indiciado de culpabilidad por delitos de corrupción. De un plumazo, el señor Berlusconi ha desjudicializado la vida política italiana.

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Al fascismo se puede llegar por el camino inicial de la democracia. Si tal cosa pretendiera el presidente Berlusconi, no sería original. Los italianos lo saben. El fascismo de los años veinte comenzó en Italia con la colaboración entre "lo vicio y caduco del sistema en descomposición" y los elementos salvadores de la nueva ideología. La segunda fase, después del crimen de Matteoti, consistió en la supresión, apenas en dos años (1925-1926), de las libertades, el pluralismo de partidos y la división de poderes, entre otras medidas, con la potenciación en 1926 de la facultad legislativa del Gobierno.

La historia nunca se repite exactamente igual. Mussolini y su nieta se parecen, pero no son idénticos. Hay una tipología de los fascismos que en el mundo han sido, expresiva, como habría dicho Baltasar Gracián, de la compatibilidad de "tanta mudanza con tanta permanencia". Hacia 1920 no existían la televisión ni los magnates del medio. Los orígenes de un nuevo tipo de fascismo pueden ser distintos. Con todo, lo más significativo es que el señor Berlusconi y sus aliados han sido elegidos libremente por los italianos.

¿Olvido de la historia o preferencia consciente? La primera hipótesis es mala; la segunda, peor por más probable. El más grave efecto de la corrupción política, entendida como simbiosis perversa entre ilícitos beneficios privados y ejercicio de poder público, consiste en que, si es tolerada de modo duradero, produce descomposición del sistema, porque desencadena un proceso de entropía que puede acabar, no con la existencia del Estado, pero sí con la del Estado democrático, etapa final que se alcanza cuando ni los políticos elegidos ni los ciudadanos electores creen ya en la democracia. ¿Está Italia entrando en esta fase? No me atrevo a afirmarlo, pero menos aún a negarlo.

De momento, lo único cierto es esto: si con todos sus defectos, excesos o impurezas, la judicialización es el remedio a posteriori contra la corrupción, la desjudicialización por decreto a la italiana puede significar el mayor de sus triunfos: una amnistía apenas encubierta.

Francisco Tomás y Valiente es catedrático de Historia del Derecho.

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