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¿Por muchos días?

Al sofocón climático de estos días de julio, que enmohece y atonta más que achicharra, se le adhiere ahora ese otro, moral y pegajoso de puertas para adentro, consistente en determinar, de una vez por todas, cuánto tiempo pasará la familia este verano en el dichoso pueblo de origen. Por supuesto, se sabe que ese origen rural, tan extendido en la europea España, a menudo sólo le afecta al padre o a la madre, deseosos de recordar sobre el propio terruño las herradas colmadas de cermeños, los cestos de cangrejos bulliciosos o lo bien que se les daba a ellas, cuando volvían de la siega, hacer encaje de bolillos. Pero, por encima de todo, es que tienen que ir a ver a los padres, a los abuelos, a una hermana que acaba de salir del hospital o a cerciorarse, en fin, de que la viña mítica de sus ensoñaciones en la ciudad sitiada es ya un destartalado cementerio.Mientras tanto, los hijos de esos sentimentales innatos limitan a mordiscos la de por sí raquítica duración de la tradicional estancia: "¡No jodáis!, ¿diez días en el pueblo?". Menos mal que el padre, a ratos tutsi y de repente hutu, saca el algo oxidado machete: "Diez o los que me salgan de las pelotas". Y allí la madre tercia: "Anda, hijo, no me seas chinche, que, al final, te lo pasas bomba. Lo que sí te suplico es que a la tía Encarnita no le digas que te han quedado cinco para setiembre". Y el chaval, que dejara de serlo desde que hizo la mili en Las Palmas, da el portazo, coge la moto y va a comprarse un häagen-dazs de vainilla, envuelto en chocolate belga, que es "que está que te cagas, tío". Mientras chupa y contempla las inhumanas cosas que pasan, se encuentra con Perico, y tiene que escuchar de sus chungones labios, que por la acera venían cantando La barbacoa, esta pregunta fatídica: "¿Y qué, este año tus viejos te vuelven a arrastrar al pueblo?".

¡A ver! Y el hogareño drama se enreda nuevamente, esta vez con el hilo del teléfono: "Bueno, pues por ahí os caeremos hacia el 7 de agosto". Al del machete -taxista, guardia civil, periodista, albañil o carnicero- el metal se le vuelve terciopelo: "Pues... unos quince días, más o menos". Ni la prolongación mentirosa va a librar a ese bárbaro ilustrado de la entrañable sacudida telúrica: "¡Huy, madrita! Para eso, mejor os quedáis en la capital". Dolido, el dialogante blasfema con la mente, titubea con el corazón y añade muy deprisa con la lengua: "Venga, mamá, que Matilde me está diciendo que se quiere poner también". La hermana pequeña del de la moto y el helado de moda, presente en lo castizo de tal escena, se retuerce de risa. Ella, alegre fatalista del ir tirando, ya ha ido a depilarse, se ha comprado siete modelones, ha pillado lo que ha podido ("a palo seco, aquello, la verdad, no se aguanta") y piensa llevarse a Ahmed de contrabando ("lo alojo en el hostal, y listo"), aunque, como ayer mismo le comentaba a Aurora, ella sabe de sobra que en el pueblo, de todas formas, acabarán murmurando: "Fíjate, la del Mamula anda con uno medio negro".

Mas luego, en realidad, la algarabía sonambúlica borrará de un bombazo todos esos prejuicios rituales. Se volverá a la hermosa tierra, mollar y grasa ("y rica", añadía Unamuno acaso con sarcasmo de sobremesa) para desfogarse, mezclar el tamborino con el bakalao, repetir que "esto ya no es lo mismo que antes", acordarse de cuando Genoveva se metió una botella y también de aquel día en que pillaron a Pepín con la sobrina del señor cura, comprobar si la Cuqui se parece tanto a la Gemio como pregonan, beber agua del manantial de día y aguardiente de madrugada, jugar a la garrafina, saltar al ritmo del canario difunto, zumbarle al forastero que se deje y exhibir bañador, de color amarillo pollito, en plena estepa castellana. Semejante follón, para evitar que los que permanecen en la aldea formulen, cual indirecta en vivo de Gila, la pregunta de marras: "¿Por muchos días?". Los justos, ay, para olvidarse de un despertador, perder un monedero monísimo o dejar unas jeringuillas abandonadas a la puerta de la iglesia.

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