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Europa

Si la Comunidad Europea, ahora Unión, no se convierte en la ocasión, el marco, el proyecto estructurado de un renacimiento voluntario, es posible que aparezca a los ojos de la historia como el grito patético y el gesto torpe de una civilización que dominó el mundo y que hoy acepta su declive, su muerte, como diría Valéry, gracias al cual las civilizaciones saben que son mortales :Las elecciones que se celebraron el pasado junio en los 12 países comunitarios tienen poco de simple acontecimiento, son una señal extremadamente significativa. Vienen a decir que Europa no existe ni en la conciencia cívica de los europeos ni en los programas de los partidos políticos ni en las prioridades de los periodistas. Es como un conjunto de disciplinas que se perciben como transitorias. Así, tenemos 300 millones de seres humanos que, unidos, podrían hacer la historia y que, desunidos, han optado por seguir sufriéndola.

Por qué han votado: a favor 0 en contra de Rocard y Chirac, González y Aznar, Major y los laboristas, Kohl y los socialdemócratas, Berlusconi o nada. He tenido ocasión de observar la campaña en distintos países y los comentarios suscitados por los resulta dos en, estos mismos países. Se trataba, se trata, únicamente de apuestas y consecuencias nacionales. Como si el Parlamento Europeo y Europa no contasen para nada. Nadie sabía o quería decir las razones históricas y el proyecto por los que se ha creado y sigue existiendo. Los euroescépticos se han apuntado un tanto, nada más natural. Pero que quienes creen que su destino está ligado a la construcción de Europa estén decepcionados o desencantados, indecisos, da que pensar e incita a actuar. ¿Pero en qué dirección?

Hagamos balance para averiguarlo. Europa occidental está formada por 12 miembros que hasta ayer mismo eran Estados nacionales, débiles, indudablemente, pero dotados de plena soberanía. La Comunidad y la Unión han debilitado los Estados, los han despojado de muchos de sus atributos y han dañado su prestigio, sin lograr crear, sin embargo, una entidad capaz de cumplir el papel de un actor autónomo a escala mundial, capaz de intervenir de forma significativa en el establecimiento del nuevo orden mundial, en las negociaciones y conflictos locales. En un mundo que se mundializa, en el que la inseguridad se ha convertido casi en una nueva naturaleza, en el que se intenta ejercer un liderazgo no compartido, Europa nos priva de nuestros atributos nacionales y, aunque nos proporciona medios económicos, se niega a dotarse a sí misma de una capacidad política de la que nos podamos servir.

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España, Francia, Holanda, Italia, el Reino Unido, etcétera, han perdido, hemos perdido en esencia sin ganar en existencia. Juntos somos mayores, más fuertes, pero impotentes. Es como si el objetivo de la construcción europea hubiera sido debilitar nuestros Estados nacionales sin sustituirlos por una entidad política colectiva dotada de plena capacidad: un espacio económico, un yugo institucional y mucho ruido, pero incapacidad para permanecer en la historia del mundo. Separados, al menos habríamos podido existir como actores. Desaparecemos porque a nuestra capacidad nacional no se le ha añadido una capacidad política colectiva que la potencie, si bien es cierto que aquélla se había vuelto demasiado débil.

Tenemos dos caminos: o bien desaparecer para convertirnos en un espacio sin existencia real, en cuyo caso renacerán, a imagen de Alemania, todos los nacionalismos antiguos, debilitados, amargos y vengativos, coléricos. O bien delimitar en el interior de una Europa sin fronteras ni ambiciones un núcleo duro de cinco, seis o siete países que, desde la moneda común hasta el sistema de defensa integrada, se pongan en camino hacia una organización de tipo federal que les proporcione plena capacidad para definirse, decidir y actuar. No contra los otros países de Europa, sino, por el contrario, estando a su lado y ayudándolos.

Una Europa de dos velocidades, dos Europas en realidad: una que dedica toda su energía múltiple a la construcción de un auténtico Estado, otra que favorece los intercambios, se dota de un sistema de seguridad colectiva y crea una armonía para evitar cacofonías inútiles. Una, que adquiere la capacidad, no sin es fuerzo, de desempeñar un papel real en la difícil gestión del mundo, y que se lo disputa así a la hegemonía estadounidense. Otra, abierta al mercado y que negocia sus ventajas. Una, con entidad político-estratégica; la otra, sin ella.

Una, dispuesta a afrontar el futuro incierto de una Rusia en gestación y a ofrecer a la Europa mediocre un apoyo que ésta no dejará de necesitar, hasta que un día se construya a sí misma. La otra, fiel a Occidente, tentada por el Este, dividida entre sus intereses y sus temores, dispuesta a sufrir la historia.

No esperemos del nuevo Parlamento que tome estas decisiones. No lo esperemos del Consejo de Ministros de una Unión que se amplía sin mesura ni ambición. Esperemos que algunos Gobiernos, a riesgo de disgustar y hacer que se alcen gritos en contra, decidan asociarse para existir juntos y para proporcionar una oportunidad a Europa de forma consecuente.

Si Alemania, Bélgica, España, Francia, Holanda y Luxemburgo no se deciden a recuperar la energía original, Europa morirá a fuego lento y arrastrará en su declive a todos los Estados que hayan delegado en ella parte de su capacidad sin crear para ello una capacidad nueva.

Y si nos preguntamos qué necesidad hay de Europa, basta con comprender que el mundo va a ser gobernado por unas cuantas grandes potencias dotadas al mismo tiempo de capacidad económica y política, que es casi inconcebible que Europa no sea una de ellas y que, por el camino que lleva, cada vez hay menos razones para que lo sea.

Edgard Pisani es presidente del Instituto del Mundo Árabe de París y director de la revista L'Événement Européen.

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